martes, 18 de mayo de 2021

JUAN BONILLA, LOS PRÍNCIPES NUBIOS: LA IRÓNICA LEVEDAD QUE TRANSITA POR LA TRAGEDIA

 


Atravesar el muro de la desdicha, y usarlo para crear un mundo nuevo en el que solo cabe la desgracia (tanto del cazador como del cazado) es una buena aproximación al terreno donde nada más que existe la mera supervivencia, ya esté ésta amparada por la civilización occidental o el tercer mundo. En Los príncipes nubios ese mundo es un espacio a la deriva donde la irónica levedad que transita por la tragedia no es sino la excusa para narrarnos la historia de su protagonista: Moisés Froissard Calderón que, en sus desencuentros con sus múltiples e inesperadas experiencias vitales, siempre acude a ese eco en forma de oración que le enseñaron desde pequeño y que consistió en aprenderse de memoria su nombre completo y dirección, a lo que él, a lo largo de la novela agrega su profesión o algún rasgo de su identidad, dependiendo de las circunstancias. De ahí que no sea de extrañar que empiece con un simple: Moisés Froissard Calderón, La Florida 15, tercero B, salvador de vidas. Un salvador de vidas que no es tal y acaba en un simple canalla. Esa falta de rasgos de identidad tan lejana a cualquier dato que nos acerque a un propósito moral, le proporciona a Juan Bonilla la posibilidad de crear a un personaje atípico, aséptico o incluso cercano al absurdo de los existencialistas, pues su devenir es un brebaje de locos acontecimientos narrados bajo un perfecto estilo periodístico y, en muchas ocasiones, cercano a autores norteamericanos cuando éstos nos presentan la voracidad del mundo y de la vida con los más desfavorecidos. Esa falta de sentimientos ante la locura en la que se va convirtiendo su historia para el club para el que trabaja salvando vidas (gran eufemismo sin duda por parte de su creador), nos remite al tan cacareado dilema de lo que es ético o no lo es, pues en la desgracia que acompaña al condenado, en este caso también existe la posibilidad de subirse a esa nave de locos que es el mundo occidental. 

En Los príncipes nubios nada es lo que parece, pues hasta a los que podíamos tildar de malos también son atacados por la acidez de la ironía de Bonilla, pues los convierte en unas víctimas más de la realidad en la que están inmersos, de tal modo, que no hay no vencedores ni vencidos, pues todos ellos alcanzan sus propósitos más cercanos por muy erróneos o equivocados que sean éstos. Esta novela no va sobre la inmigración, como muy bien apuntó en su día su autor, y por mucho que ese sea su telón de fondo. Una oscura y triste realidad que estos días nos vuelve a golpear de nuevo; una realidad que nos da una bofetada y pone en evidencia la sempiterna repetición de los errores del hombre a lo largo del tiempo. Muy al contrario, Los príncipes nubios es la historia de Moisés y su falta de adaptación a un mundo que él ve y revisa a través de esos ecos de su infancia y de su familia que va narrando con la notoriedad de la sencillez que no busca una respuesta, sino a través de la contemplación de una vida a remolque de los acontecimientos: novia, perro de la novia, ONG’s, guardia civiles corruptos, o desdichados sin nombre. Un protagonista al que Bonilla nos presenta como un salvador de vidas que no es tal, sino más bien un buscavidas con retranca y soluciones angelicales o locuaces respecto de los momentos difíciles o críticos a los que tiene que hacer frente, como sin duda son las muertes de sus padres, solo por poner un ejemplo. Un buscavidas que no se destruye a sí mismo sino mediante los actos de los demás, que le van situando en un devenir que a veces es cómico y nos transmite la necesaria capacidad de saber reírse de uno mismo. 

Con esta novela Juan Bonilla ganó el Premio Biblioteca Breve del año 2003. Una novela que por momentos es divertida y ácida a la vez, pero sin que te llegue a impactar. Los príncipes nubios es una historia bien contada y resuelta a modo de relato corto que, sin embargo, no te deja huella más allá del mero entretenimiento. 

Ángel Silvelo Gabriel.

lunes, 10 de mayo de 2021

THOMAS WOLFE, HISTORIA DE UNA NOVELA: EL PODER BRUTAL Y FULGURANTE DE LA LETRA IMPRESA

 


Abandonarse a la lujuria del tiempo. Un instrumento con el que colonizar el mundo a través de la memoria. Una memoria repleta de palabras que salen abruptamente de la mente y necesitan un espacio para ser eternas. De la memoria a la realidad, o de la más pura ficción que encuentra su fuente en la que saciar su sed en el día a día. En el poder brutal y fulgurante de la letra impresa como nos dice Thomas Wolfe en esta portentosa novela corta donde la literatura lo es todo: el mundo y sus aledaños. Porque Wolfe, víctima de sus desmesurada memoria, es incapaz de huir o dejar a un lado ese mínimo detalle que le martiriza y le obliga a plasmarlo en una cuartilla en blanco que a él se le queda pequeña e inútil para tanto como tiene que contar. La vida, su vida. El mundo, su mundo. Su ingenio descomunal repleto de una intensa prosa poética que lo acapara todo: lo superfluo y lo fundamental. Nadie como él para describir la melancolía o ese aura que anda suspendida en la atmósfera que envuelve a sus personajes. Thomas Wolfe en Historia de una novela nos habla del método a la hora de empezar a escribir de un escritor joven y sin oficio. De esa literatura que parte de la autoficción o autobigrafía y sus consecuencias. De su gran memoria, o del torrente inagotable y la vividez de sus recuerdos. A pesar de todas esas iniciales intenciones, Historia de una novela se aparta del método para sumergirse en el caos de un escritor que no conocía límites a la hora de ponerse a escribir. De ahí, el gran alumbramiento que supuso para su obra el conocimiento y sabiduría de Maxwell Perkins, su editor, que con una paciencia infinita y unas dotes inigualables sobre la materia prima con la está formada la gran literatura, hicieron de su obra algo único; único y portentoso. Perkins evitó la capacidad de dispersión del escritor, pero no solo hizo eso, sino que acabó aguantando los desplantes y el mal humor de Wolfe; una terapia que le llevó a acogerle como si fuera el hijo que nunca tuvo (solo tuvo hijas). De esa templanza, sin duda, emergió una gran obra, solo truncada por la temprana muerte de Wolfe a la edad de treinta ocho años víctima de la tuberculosis. Wolfe, coetáneo de Fitzgerald o Hemingway, con quienes además compartía editor, fue un verso libre de la historia de la literatura norteamericana del siglo XX; un escritor a quien se le comparó con el poeta Walt Whitman, por su innata capacidad de retratar el mundo tal y como era, además de por la fuerza expresiva de su narrativa.  

Historia de una novela es una atormentado e intenso caleidoscopio vital y literario lleno de nostalgia. Una añoranza que Wolfe expresa, acerca de sus orígenes y su familia, cuando vive en el extranjero en ciudades como Londres o París, donde aislado en una habitación reconstruye aquello que forma parte de su vida de una forma íntima e innegociable con el resto del universo o las más ponderosas posturas literarias. En este terreno inabarcable e inasumible para la gran mayoría, el mago de las letras juega a ser Dios a lo largo de los seis años que transcurren entre la publicación de su primera novela El ángel que nos mira (1929), y la segunda: Del tiempo y el río (1935); un período de tiempo que él sí condensó en unas pocas páginas que son, sin duda y entre otras cosas, un homenaje a su editor, pues su figura resplandece entre tanto caos, pues no hace falta más que leer la extensa enumeración a la que él nombra como, sueños de culpa y tiempo, para darnos cuenta de que su portentosa memoria se comporta como un Dios en la tierra: pues esa enumeración es la máxima recreación de un paraíso terrenal a través de las palabras; un paraíso donde las imágenes y los recuerdos reconvertidos en palabras y conceptos asaltan nuestra mente como un todo del que es muy difícil escapar: «Había un tipo de sueños que sólo podría catalogar aquí como sueños de culpa y tiempo. Camaleónicos en toda su abominable e incesante fecundidad, estos sueños volvían a erigir ante mí todo el universo que había conocido, los billones de rostros y el millón de lenguas, y lo hacían con malévola arrogancia, con facilidad y sin esfuerzo. Mi conflicto diario con cantidades y números, las enormes listas de mis años de lucha con las formas de vida, mis brutales e interminables esfuerzos por registra en mi memoria cada ladrillo y adoquín de todas y cada una de las calles por las que había caminado, cada rostro en medio de cada confusa multitud en todas las ciudades, cada uno de los países con los que mi espíritu había entablado una lucha salvaje y desigual por la supremacía...»  Y, así, hasta el infinito, donde la universalidad de su prosa y su literatura no hace más que crecer, como el poder brutal y fulgurante de la letra impresa en la que se vio encadenado. A lo que sin duda han contribuido las nuevas ediciones de sus novelas cortas emprendidas por la editorial Periférica en el año 2014 con El niño perdido; o la gran recopilación de sus relatos y novelas cortas editada por Páginas de Espuma bajo el título de Cuentos en el año 2020. 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 4 de mayo de 2021

FRANCISCO UMBRAL, MORTAL Y ROSA: UN LARGO POEMA DE AMOR


Buscar en uno mismo aquello que la vida nos arrebató de una forma cruel e inesperada. Hacerlo a través de uno mismo como prolongación del hijo que día a día se va muriendo, y como anticipación del mañana y la tragedia. Hacerlo mediante los recuerdos de su niñez (la del poeta narrador), que afloran en la ausencia. Ausencia impuesta por la vida, el destino y la muerte. Ausencia no deseada. «Puedo escribirlo todo, pero la literatura es la distancia definitiva que perpetuamos entre nosotros y las cosas». De ahí, que cuando la realidad y la ficción interfieren la una con la otra, y se funden en una sola, surge la leyenda en contraposición del mito, el hado y sus aristas frente al olvido, las huellas del dolor y su vacío como puñales asesinos. Mortal y rosa es un largo poema de amor con ecos de surrealismo arrabaliano; un surrealismo conmocionado por el pasado y la construcción del hijo a través del padre. Igual que si éste fuese un heterónimo nacido del dolor y la inocencia perdida, porque nace de su propio ser, de su «yo», y de su carne. La palabra, entonces, se hace piedra y agua que la desgasta, nube y aire que la disemina, sed y agua que no la calma. En este largo poema de amor, Umbral naufraga, él solo, tras cada palabra, recuerdo o intento de apoderase del tiempo y la vida. Él conoce el sentir de su derrota, y por eso se deja llevar por las aguas que le conducen a la nada. «La muerte es nada» nos dice, como la vida es nada sin el hijo: «Ea, mi niño, ea», concepto traslúcido convertido en sombra, pero también en mecedora, pizarra y tiza, en oso de peluche…

 

En el mundo de la literatura hay muchos ejemplos de la desolación ante la muerte. Una muerte siempre injusta, temprana y cruel. Baste recordar a Jorge Manrique y Coplas por la muerte de su padre. Más cerca de nosotros también se encuentra Albert Camus, cuando en su novela, El primer hombre, se enfrenta a sí mismo, a sus raíces y al encuentro de su padre desde la convicción de que ese primer hombre que no llegó a ser su progenitor es él, cuando delante de su tumba piensa que el hombre enterrado que yace bajo tierra era más joven que él: «Y la ola de ternura y compasión de golpe que le colmó el corazón no era el movimiento del ánimo que lleva al hijo a recordar al padre desconocido, sino la piedad conmovida que un hombre formado siente ante el niño injustamente asesinado». O también, mediante la búsqueda del hermano muerto a través de las sombras de los recuerdos y la melancolía que éstas nos producen, tal y como sucede en la novela El niño perdido de Thomas Wolfe:  «El modo en que las cosas resultan no tiene nada que ver con lo que uno espera que sean...» Por no hablar de esa confrontación del desasosiego que siempre acaba en la nada y que tan bien expresó en su obra Fernando Pessoa en primera persona y tras sus heterónimos. Voces que cobran vida propia dentro de sí mismo, como en este caso le ocurre al hijo muerto en Mortal y rosa, porque como nos dice Félix Grande: «Mortal y rosa es el poema del infierno y es el retrato del infierno. La lágrima a la vez imprecatoria y clandestina que se arrastra por las páginas de este libro como la baba colosal de un caracol irreparablemente huérfano, esa lágrima empujada por el pudor, es la noticia del infierno, y es a la vez una humedad verbal, una humedad poética a la que ni siquiera el infierno consiguió evaporar». De esa petrificación del dolor y la muerte surgen, en el relato, las calaveras: «¿Hay algo más falso que una calavera? Es lo que mejor nos disfraza. Por dentro de la calavera está el personaje mirando al mundo, y la calavera nos mira con ojos de antifaz, porque la clavera no es la verdad de un rostro, sino la máscara última. “Rosa, sueño de nadie bajo tantos párpados”, escribe Rilke. La calavera es máscara de nadie bajo tantas máscaras». Y en esa máscara de máscaras es donde se refugia Umbral para intentar desasirse del vacío que le produce la muerte del hijo infante, del niño con media melena, del hijo de ojos claros, de mirada límpida y transparente. Hijo que nació de la carne y antes de tiempo se transformó en ángel. Ángel de corta vida y largos sueños. Anhelos plagados de un denuedo trágico y poético que nos acoge tras el silencio de la casa, de la habitación, de los juegos y de las mañanas compartidas en la cama.

 

Mortal y rosa, metáfora del mundo y de la vida. De la ausencia que nunca se debió producir. Del vacío del «yo» arrebatado por el destino. Del otro que nos dejó vacíos frente a la mudez del mundo, nuestro mundo. Oquedades que ya no sabemos cómo cubrir sino con el dolor que subyace en un largo poema de amor. Amor que traspasa los días. Amor infinito como nos dice Pedro Salinas, en los versos escogidos para abrir este libro: «...esta corporeidad mortal y rosa / donde el amor inventa su infinito».

 

Ángel Silvelo Gabriel.