jueves, 22 de septiembre de 2022

ARCADE FIRE EN EL WIZINK CENTER DE MADRID: ÉPICA EMOCIONAL SIN COMPLEJOS

 


Una cúpula que permanece cerrada y se abre, sirve de intro a un vendaval de sonido, que fue lo más próximo a lo que ayer asistimos en un Wizink Center lleno, salvo el último anfiteatro del fondo norte. The age os anxiety I fue el arranque y la pieza de muestra de esa dualidad cada vez más presente en las canciones del grupo canadiense que navegan ente la lírica y la verbena. La redención y la estridencia. La soledad y el orgasmo. Con los teclados como dueños del sonido, sin embargo no dejaron pasar la oportunidad de poner las cosas en su sitio cuando a continuación comenzó a sonar Ready to start. Sí, el público estaba preparado para disfrutar y obviar todas las condenas y maldiciones bíblicas que se habían vertido en las redes sociales contra aquellos que se saltaran a la Santísima Trinidad y acudieran al concierto de un nuevo proscrito: Win Butler. Polémicas aparte, y tras el anuncio que con anterioridad al escándalo hizo Butler sobre su próxima separación del grupo, las canciones fueron cayendo unas tras otras disfrazadas de un sonido espectacular que caminaba entre la lírica, el ritmo alto, y la fuerza sin límites. De una forma sencilla si se quiere, pero muy efectiva, los Arcade Fire fueron modelando el espíritu y las gargantas de unos seguidores totalmente entregados que asistieron entusiasmados a canciones como Reflektor o Lightning I sin parar de bailar mientras observaban la multidisciplinar tarea de cada uno de los músicos que ocupaba el escenario y que, con tanto intercambio de instrumentos, se asemejaban más a unos músicos callejeros que a una de las grandes bandas de este siglo. Ocho músicos que van desde un chico que no para de bailar mientras toca los bongos, a una violinista que hace lo mismo, o a una mujer de corta estatura que divide sus funciones entre la batería, los teclados o el acordeón. En este sentido, no se nos debería olvidar que Régine Chassange es la verdadera argamasa del grupo y el alma que dota de ese loco, pero muy bien estudiado, toque multicultural y excéntrico que poseen los canadienses. Su mayor acierto, sin duda, es aparentar que les resulta muy fácil adaptarse una y otra vez a ritmos distintos bajo el signo de los medios tiempos, lo que nos demuestra (entre otras cosas) el gran nivel de compenetración que existe entre todos los miembros de la banda. 

Arcade Fire fueron épicos dentro de un absorbente ritmo electrónico que marchó acorde a los nuevos y tecnológicos tiempos. Y que disco tras disco se va haciendo más presentes en las canciones del grupo. Sonidos hippies cercanos al folk, al pop o a la música electrónica con matices industriales, que sin embargo, se arroparon bajo largas melodías a modo de sinfonías o pequeñas óperas modernas que a medida que avanzaban nos arrastraban como auténticos relatos, no literarios sino musicales, y muy lejanos a los sonidos actuales, si exceptuamos a las composiciones de las bandas de la nueva psicodelia, que cada vez se hacen con un mayor protagonismo en el panorama musical actual. Todo un recital acorde con una majestuosa sencillez (valga la contradicción) de un efectos visuales basados en un arco de medio punto a modo de ojo que todo lo ve y que se transforma en diferentes versiones cuando la ocasión lo requiere, y al que acompañaban unos rayos láser muy ochenta que se fusionaban con una gran bola de cristalitos que, sin duda, servía de homenaje a la música de los ochenta (incluida la discotequera). Y así se fueron sucediendo sus grandes hits: Sprawl, Tunnels, Rebellion (Lies), etc, que nos llevaron en volandas hasta uno de los momentos más mágicos de la noche, cuando el ritmo se pausó y atacaron The Suburbs y ese Modern man, signo identificativo de uno de los mejores álbumes de la música popular en lo que llevamos de siglo XXI. The Suburbs convirtió a Arcade Fire en un grupo legendario, y ayer nos lo volvieron a recordar. 

Tras hora y media de actuación, que acabó con Everything now, retomaron el bis en el pequeño escenario que había en el centro de la pista del Pabellón de Deportes, justo bajo la bola de cristales que no paró de moverse. Allí tocaron el clásico del grupo The Clash Spanish bombs en un guiño al país en el que esa noche tenían bolo dentro de su larga gira europea que continuará por Estados Unidos y Canadá, y que finalizaron con el mítico Wake-up; una canción que todos los asistentes corearon brazo en alto: «Somethin' filled up/ My heart with nothin'/ Someone told me not to cry»,  hasta el punto de alargarla en una especie de conga con sonido de bongos y la voz de Butler haciendo coros desde que abandonaron el pequeño montículo en el que se encontraban hasta su llegada a los camerinos. Una nueva muestra de esa épica tan particular que acompaña a la banda, y que también se traduce en el eco de fueron dejando a modo de rastro sonoro en todos sus seguidores. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 15 de septiembre de 2022

PAUL AUSTER, EL PALACIO DE LA LUNA: LA BÚSQUEDA DE LA IDENTIDAD A TRAVÉS DEL AZAR


 

¿Se puede predecir el futuro, o son las sinergias del azar que en determinadas ocasiones gobiernan nuestro destino las que en verdad posibilitan que nuestras vidas sean de una forma y no de otra? A simple vista parece que disponemos de diferentes opciones a la hora de construir nuestro futuro. El esfuerzo, el trabajo, la dedicación plena a una actividad en concreto. Todo ello, sin duda, en aras de no facilitar la dispersión o la incertidumbre. Sin embargo, cuando creemos que lo tenemos todo controlado surge el azar y lo cambia todo. Esa fuerza, que existe, pero que casi nunca llegamos a entender muy bien, forja con sus casualidades muchos aspectos de nuestra existencia, eso sí, saltándose las reglas de toda lógica, pues nos moldea la vida de una forma imperceptible e invisible, tal y como el viento diseña la forma de las rocas día a día con el paso del tiempo. Paul Auster, un escritor que escudriña el azar objetivo, lo sabe muy bien y, tras una experiencia inexplicable que le ocurrió en su infancia, ha recorrido toda su vida y obra literaria por una autopista donde el azar o el destino se encargan, entre otras cosas, de ponerle y ponernos constantemente a prueba. Y, quizá, más que nunca lo haya hecho cuando ha tratado de buscar su propia identidad y la de sus personajes, enmarcadas o no, en el juego de las casualidades. En este sentido, Paul Auster en El Palacio de la Luna sincroniza con una aparente sencillez todos y cada uno de los caminos que llevan a sus personajes a esas situaciones inesperadas que, por cambiantes, se hacen únicas, y sobre todo, muy atractivas. Sin embargo, tras esa sencillez no solo se esconde la búsqueda de la identidad, sino también, la soledad que define a sus protagonistas —seres humanos aislados frente al mundo—, y al componente absurdo que muchas veces tiñe a sus decisiones —por insólitas o inexplicables y siempre fruto de la impulsiva necesidad de llegar a encontrar una respuesta—. De ese absurdo inconcebible surge un concepto muy atractivo: el viaje como experiencia. Y de ese viaje nacen, en esta novela que se enmarca dentro de la trilogía del azar, unos personajes que en buena parte de la narración recorren el presente y el pasado de la historia de los Estados Unidos de América como protagonistas de unas vivencias que corren en paralelo a las de su país. Ese reconocimiento dentro de esa geografía política dota a esta novela de un cierto enganche con la gran novela americana, siempre preocupada por poner en tela de juicio los valores que, según nos cuentan y venden a diario, son los bases o pilares de una gran nación que se define a sí misma como la tierra de las grandes oportunidades. 

Paul Auster, en El Palacio de Luna, nos sumerge en ese brillo nostálgico, frío y nocturno del astro que siempre nos acompaña como un vigía que nos ilumina el camino en la oscuridad. Y de sus múltiples interpretaciones presentes en esta historia de identidades perdidas, o encontradas a destiempo, surgen una serie de personajes que se van sosteniendo los unos a los otros como muletas que definen su inadaptación. Y para que todo nos parezca fruto del mero e inofensivo azar, el escritor norteamericano de ascendencia polaca dota a esta novela de una estructura al estilo de las muñecas matrioskas, pues sus historias se van interponiendo las unas a la otras de una forma ágil e inteligente sin que apenas el lector se dé cuenta de este perfecto mecanismo dotado de antemano de un mensaje cerrado sin opción a la sorpresa. En esa necesidad de Auster de acapararlo todo a través de sus novelas —novelas-mundo— existe un punto de conexión con los márgenes del absurdo y la incertidumbre de otros autores norteamericanos, como pueden ser: Jack Kerouac en sus novelas En la carretera o Los subterráneos; John Updike en su saga Corre conejo; John Fante en sus novelas Pregúntale al polvo o Sueños de Bunker Hill, o también de las narraciones del incombustible Bukowski en su infinito vagabundeo por las calles y casas de los barrios residenciales de los EE.UU, o por qué no, con esa primera conexión con el vagabundeo intelectual de Henry Miller en sus trópicos (Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio). 

El Palacio de la Luna es una extensa e intensa novela en la que una vez más, en la obra de Paul Auster, se abren paso las múltiples referencias externas, entre las que sin duda destacan las literarias —Beckett, Cervantes o El Lazarillo de Tormes—, por no hablar de esa magnífica reiteración de imágenes donde el protagonista de esta historia se ve abocado a vender los libros que su tío le ha dejado en herencia; una imagen donde la literatura se convierte en el sustento más vital de una vida que va más allá del alma, o en una nueva búsqueda de la identidad a través del azar.   

Ángel Silvelo Gabriel.

viernes, 9 de septiembre de 2022

JAMES JOYCE, LOS MUERTOS: LA SOLEDAD QUE PRODUCE EL AMOR Y LAS SOMBRAS QUE ÉSTE DESPRENDE


 

El amor. La pasión. Esa extraña necesidad de vivir a la intemperie. Frágil y débil como una fina rama que se rompe ante el peso de la nieve que se deposita sobre ella. Copo a copo. Sin apenas darse cuenta de su próximo destino, pero plomiza y vengativa como una vida ausente de auténticas sensaciones. Los personajes de esta famoso relato de James Joyce (considerado como uno de los mejores de la literatura inglesa y que en sí mismo contiene toda la esencia de su obra literaria) recava en esa posibilidad de asistir al final. De una vida. De un sentimiento. De una pasión. O de un recuerdo. De una forma, en apariencia sencilla, la acción transcurre en una fiesta navideña donde se baila, se canta y se trincha el pavo. Un espacio temporal que Joyce quiere que sea continuo —a pesar de los diálogos interiores que se desplazan en el tiempo— y sin interrupciones. Ese continuum fluye a través de un relato coral donde las distintas clases sociales irlandesas quedan retratadas mediante los personajes que asisten a la fiesta. La tradición, la superioridad intelectual, el nacionalismo, y el clasicismo así como el marcado acento religioso irlandés se van abriendo paso de la mano de unos diálogos siempre premonitorios, vivaces y acertados, que el narrador omnisciente de esta historia nos va presentando. 

Los muertos de James Joyce es un relato con una clara estructura teatral en el que los personajes van entrando y saliendo de escena. Esas entradas y salidas muchas veces están arropados por la música popular, lo que determina la gran importancia que la música y el canto tienen en la cultura irlandesa, quizá porque como dice el dicho popular: “quien canta sus males espanta”. Más allá de esas percepciones fácilmente visibles en la acción del cuento, la bruma del relato de Joyce nos transmite el abigarrado desplante de la intemperie. La materialización de tal sensación la capitaliza el autor con los aspectos externos con los que rodea a la acción. Y así, la noche, el frío que la alberga, la nieve que se deposita en los zapatos de los invitados antes de llegar a la fiesta, y ese cercano mar que se comporta como una brisa invisible que nos transporta de este a oeste, del amor a la desdicha, de la pasión a la verdad, y, como no, del deseo que yace roto por la verdad, se alzan como elementos indispensables de Los muertos. Esa verosimilitud de las pasiones y sentimientos humanos navegan bajo el sosiego de unas aguas que en algún momento encallan en un secreto desvelado a destiempo, lo que nos infringe un duro golpe en el corazón. Golpe que nos causa lágrimas húmedas como el agua, el mar, la lluvia, la nieve y la intemperie que los acoge en plena noche, porque quizá, anidan en un lugar donde la soledad que produce el amor y las sombras que éste desprende, sean un habitáculo muy cercano al hipogeo que guarda los restos de los muertos, nuestros muertos. 

Ángel Silvelo Gabriel.