Las manos que lo sustentan todo:
el cuerpo y el alma. Esas manos que nos muestran el camino. Manos que recogen
aquello que se nos anuncia que es imprescindible. Manos-mundo, y cuenco, y
cascada que lo purifican todo: la vida y la muerte. Manos sobre fondo negro.
Negro de luto y misterio. De bilis negra. De humor negro. De melancolía
antigua. Manos-soporte de la esclavitud del cuerpo y la voluntad. Y, a pesar de
todo, esas manos que nos abren el camino no se encuentran solas, porque hay una
mirada que las convierte en místicas a través de la creación. Una creación en
forma de virgen. La Virgen de la Anunciación de Antonio de Messina.
Una virgen que nos anuncia una nueva vida, pero también su capacidad expresiva
hacia la oscuridad, el abismo y la muerte. Pura contemplación que hacen de ella
el mito y el rito que nos marcan el camino hacia el misterio de la vida. ¿Qué
es la muerte sino el gran misterio de la vida? Del final de una existencia que
se prolonga con un nuevo nacimiento. Nadie es ajeno a la misma, ni siquiera el
renacimiento o resurgimiento que engendran la naturaleza y sus fenómenos. Nadie
es ajeno a la misma, salvo quizá, la superioridad que el propio hombre muestra
a través de la belleza artística; una belleza superior a la que existe en la
naturaleza. Un buen ejemplo de ello serían las composiciones de video-arte slow
film de Bill Viola con las que trata de superar a la muerte
que nos habita. Él, expresa la posibilidad de la resurrección, como un proceso
en el que la purificación del alma se hace real a través de la interiorización
que consigue encontrarse con la esencia de la vida, y de ese encuentro renace
el hombre. Sin embargo, Angélica Liddell, y su universo único
teñido por el dolor, parece decirnos que solo somos simples excrementos con los
que más pronto que tarde abonaremos una naturaleza que nacerá del propio
hombre, por tanto, su introspección es otra y nos la plantea con la figura del
masoquista que tras recibir golpe tras golpe solo busca ridiculizar al padre.
El dolor y la pasión, que dan vueltas sobre sí mismos, una vez más se alzan
como el leitmotiv orgánico y estético de su propuestas.
En Una costilla sobre la
mesa: Padre, Angélica Liddell ahonda en la muerte del
padre a través del poder que éste manifiesta sobre el mundo y la creación. Así,
de la camilla de un muerto sale un niño. Y de ese niño surge la capacidad de
expiación de la culpa del padre a través de una hija que, como el Espíritu
Santo, es tres personas en una: hija-madre-verdugo. De ahí nace su capacidad de
justiciera del tiempo y la vida, y de ahí procede también esa fórmula que nos
advierte a lo largo de la obra que 1+1+=1. Expresión de la unidad y la
semejanza, y además de la negación del propio hombre. Hombre yacente que como
nos dice la autora: «Todo lo que no puede verse no existe. La apariencia
destruye el mundo. Ningún embrión es verdadero. Cualquier forma es una vida ya
vivida. La auténtica semejanza es la semejanza a lo inexistente.» De esa
reflexión deviene la guerra que Liddell entabla contra la
apariencia y lo mortal. Solo sobrevive al hombre su creación o lo que ella
expresa como lo bello en la creación. Y es en ese devenir entre el mito de la
muerte y el rito con el que despedimos a un ser querido, donde se crea una
especie de misticismo de lo sobrenatural mediante la invocación de Dios, y de
lo cotidiano con la recreación de los últimos días del padre y su pérdida de la
razón y la memoria, y es ahí donde surge de una forma inesperada la Liddell
más contemplativa y más familiar, dejando a un lado una oscuridad que ella
trata de vencer con un símil, el final de la película Centauros del desierto,
de JohnFord, en el que tras el fundido en negro se abre una
puerta llena de luz. ¿Entonces, qué somos sino rehenes de nuestro propio
destino o esclavos de la vida que marcha atrapada en la naturaleza y sus
fenómenos? Solo hay algo más grande y eterno que el hombre: el arte. «La
belleza artística es la belleza generada y regenerada por el espíritu, y la
superioridad de lo bello artístico sobre la belleza de la naturaleza guarda
proporción con la superioridad del espíritu y sus producciones sobre la
naturaleza y sus fenómenos.» Liddell lo sabe muy bien y,
consciente como es de ello, dota a sus obras de una gran carga culturalista y
estética. En esta función, a través de La Venus de Tiziano
o Las tres Gracias de Rubens que llenan el escenario con
sus coreografías y posturas pictóricas, la música sacra, La Virgen de la
Anunciación de Messina, o la metafísica, conformando el
sustento corpóreo de una espiritualidad nueva que surge de las entrañas de Angélica
Liddell y su afán incontestable de la búsqueda del ideal de la muerte y
lo bello que, como ella misma nos apunta: «traza un camino marcado por una
crueldad representada que permite pensar lo irrepresentable», como nos lo
demuestra a lo largo de las poco más de dos horas que dura la función, en las
que su concepción del arte, encuentra espacio para la música electrónica a un
volumen brutal, las proyecciones sobre el escenario, y los desnudos integrales
junto con una micción en directo de la propia autora, que nos revela su
carácter provocador y libre alejado de todo convencionalismo social, porque no
se nos debería olvidar que, bajo esa potente luz celestial que remarca una
escena final plenamente estética e iluminada en tonos blancos y azules, existe
un parte oscura en la que mito y rito abren un camino hacia el misterio de la
vida.
Ángel Silvelo Gabriel.