Quizá nos encontremos ante el más sincero testamento melancólico del transcurso de tiempo en la obra de Némirovsky, que no es otro que el de su propia vida. Cuando el 6 de diciembre de 1937 recupera el cuaderno negro en el que veinte años atrás había escrito sus primeros versos de juventud cuando veraneaba junto a sus padres en la localidad finesa de Mustamäki, quizá es consciente por primera vez, de su ingenuidad pasada y de cómo la vida (su vida) se transforma en una inexorable y tiránica huida del tiempo.
Consciente de que quizá también le queda poco tiempo, por el cerco al que cada vez más, tienen que hacer frente ella y su familia, hace un pacto consigo misma para sacar de sus entrañas las sombras de su juventud, y lo hace en esta magistral El Ardor de la Sangre, escrita en apenas treinta hojas de apretadas líneas a mano alzada y sin apenas tachaduras, como testimonio de la fiebre creadora de esta gran escritora del siglo XX.
Como en otras ocasiones, parte de la melancolía y del transcurso del tiempo para situar la acción de esta novela, pero en esta ocasión, se sirve del punto de vista que su protagonista Silvio le da a la historia, pues la observa desde la serena madurez para sí analizar la fogosa juventud y ese ardor de la sangre lleno de un orgullo desmedido o de unas infinitas ganas de amar por encima de costumbres, tiempos y familias. Expresión todo ello de un enaltecido sentido de la libertad en cuanto a los más profundos sentimientos del ser humano, que en este caso, se plasman en la pasión.
Cuando por fin encuentra aquello que tanto estaba buscando en la obra de Proust: “la sabiduría no se aprende; tenemos que descubrirla por nosotros mismos tras un viaje que nadie puede hacer en nuestro lugar, ni puede ahorrarnos, porque es un punto de vista sobre las cosas” ya tiene el argumento necesario para plasmar en El Ardor de la Sangre ese azaroso viaje de la juventud por la penumbra de la vida.
En El Ardor de la Sangre, Némirovsky vuelve a brillar con luz propia en el manejo del arte de la fabulación, concentrando en esa única y maravillosa forma de contar las cosas (a veces tan cercana a la poesía), todas las virtudes del gran contador de historias, que de una forma medida y comedida nos sumerge en las profundidades de unos personajes y una trama que te atrapan por momentos, y que este caso sí, contiene grandes dosis de intriga y un final sorprendente que está a la altura del resto del relato.
Si en otras ocasiones retrata con suma maestría a los desheredados rusos y su periplo por Europa, ahora se adentra en las raíces de la Francia rural, para dejarnos unas mágicas pinceladas de su magnífico poder de observación, y regalarnos la creación de una historia y de unos personajes que representan lo mejor y lo peor del pueblo francés.
El Ardor de la Sangre, una vez más, es de ese tipo de novelas que se alían con el destino de las grandes obras literarias, para de una forma fortuita salir a luz y obtener el reconocimiento que se merecen, sobreponiéndose de esta manera, al injustificable anonimato al que la sometieron uno de los grandes nubarrones de la Historia universal.
Consciente de que quizá también le queda poco tiempo, por el cerco al que cada vez más, tienen que hacer frente ella y su familia, hace un pacto consigo misma para sacar de sus entrañas las sombras de su juventud, y lo hace en esta magistral El Ardor de la Sangre, escrita en apenas treinta hojas de apretadas líneas a mano alzada y sin apenas tachaduras, como testimonio de la fiebre creadora de esta gran escritora del siglo XX.
Como en otras ocasiones, parte de la melancolía y del transcurso del tiempo para situar la acción de esta novela, pero en esta ocasión, se sirve del punto de vista que su protagonista Silvio le da a la historia, pues la observa desde la serena madurez para sí analizar la fogosa juventud y ese ardor de la sangre lleno de un orgullo desmedido o de unas infinitas ganas de amar por encima de costumbres, tiempos y familias. Expresión todo ello de un enaltecido sentido de la libertad en cuanto a los más profundos sentimientos del ser humano, que en este caso, se plasman en la pasión.
Cuando por fin encuentra aquello que tanto estaba buscando en la obra de Proust: “la sabiduría no se aprende; tenemos que descubrirla por nosotros mismos tras un viaje que nadie puede hacer en nuestro lugar, ni puede ahorrarnos, porque es un punto de vista sobre las cosas” ya tiene el argumento necesario para plasmar en El Ardor de la Sangre ese azaroso viaje de la juventud por la penumbra de la vida.
En El Ardor de la Sangre, Némirovsky vuelve a brillar con luz propia en el manejo del arte de la fabulación, concentrando en esa única y maravillosa forma de contar las cosas (a veces tan cercana a la poesía), todas las virtudes del gran contador de historias, que de una forma medida y comedida nos sumerge en las profundidades de unos personajes y una trama que te atrapan por momentos, y que este caso sí, contiene grandes dosis de intriga y un final sorprendente que está a la altura del resto del relato.
Si en otras ocasiones retrata con suma maestría a los desheredados rusos y su periplo por Europa, ahora se adentra en las raíces de la Francia rural, para dejarnos unas mágicas pinceladas de su magnífico poder de observación, y regalarnos la creación de una historia y de unos personajes que representan lo mejor y lo peor del pueblo francés.
El Ardor de la Sangre, una vez más, es de ese tipo de novelas que se alían con el destino de las grandes obras literarias, para de una forma fortuita salir a luz y obtener el reconocimiento que se merecen, sobreponiéndose de esta manera, al injustificable anonimato al que la sometieron uno de los grandes nubarrones de la Historia universal.
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