Quizá nos equivocamos queriendo ser el espejo de los otros. Se trata de un camino largo y tedioso, que al final, nos lleva a desprendernos de nuestra propia esencia para dejar de ser nosotros mismos. Esa necesidad de pertenencia al grupo, eleva ese proceso de imitación y mimetismo al paroxismo más absoluto. No nos damos cuenta que si nos desprendemos de las particulares formas de ver y sentir la vida, dejamos de ser personas para convertirnos en simples piezas de un ensamblaje monstruoso, como monstruosa es la máquina infernal que mueve el mundo. ¿Cuál es el drama? Ser uno mismo y buscar una salida a nuestra propia celda sin saber que la vida es eso, la búsqueda de una salida que no tiene un final, salvo el de la propia muerte. ¿Hay una mayor condena? Ese es el precio a pagar por el pecado original en el que nos desenvolvemos desde el día que nacemos, y ahí es donde incide el montaje que dirige Pérez de la Fuente, sobre la versión libre que Ignacio García May ha hecho del relato corto Informe para una academia de Frank Kafka. La originalidad que siempre preside los montajes de Pérez de la Fuente, ha hecho que en esta ocasión ese profundo drama humano que conlleva el hecho en sí de ser uno mismo, le haya llevado a tratarlo con unas buenas dosis de humos negro, o si se quiere ácido, llamándonos la atención sobre la sociedad de la imagen y el espectáculo en la que vivimos, donde en muchos casos, nuestras vidas se resumen a esas vidas que vemos en los reality show televisivos.
Un espectáculo teatral y visual, al que Pérez de la Fuente ha tratado una vez más de darle un toque distinto. En esta ocasión se ha servido de la Escolanía del El Escorial, para al estilo de Los chicos del coro, traernos esa otra parte más humana y más pura de un espectáculo total como es la vida en sí misma. Ceremoniales, los jóvenes cantores nos llevan de la mano hasta el escenario y luego nos alejan de él, en una muestra de espíritus libres que deambulan por el terrenal patio de butacas del Teatro Amaya como subidos en una nube de espiritualidad. Esa parte tan kafkiana de ver el teatro, se contrapone con esa otra no menos kafkiana que representa Luisa Martín disfrazada de mona para hacernos llegar el espíritu mismo de nuestras contradicciones últimas. Luisa Martín de nuevo se postula como una gran dama del teatro, con una dicción limpia, una gesticulación perfecta y unas cacofonías sublimes, logrando una transformación que es capaz de enseñarnos sin pudor ese reverso que hay en cada uno de nosotros. Un enigma que la mona expresa magistralmente en esta frase: “no me gustaban los seres humanos, pero los imitaba para buscar una salida”. ¿Hay una tragedia más mayúscula? Buscar fuera y no dentro, ahí está el error que nos lleva a una sociedad alienada y sin ideas, lo que sin duda nos acerca a formas como el totalitarismo.
Mención aparte merece la caracterización de Luisa Martín, que ya se exhibe en un cartel impactante, pero que vista de cerca y al natural, no hace sino acrecentarse, a lo que sin duda contribuye esa forma tan acertada de moverse, y el ensimismamiento que nos brinda en su viaje a ninguna parte, en esa búsqueda de una salida que no tiene un final.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.
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