Albert Camus, el primer
hombre… el hombre solo frente al mundo, como axioma henchido de una innata
rebeldía a la hora de afrontar la vida, sólo aminorada por su sempiterna
generosidad hacia los más desfavorecidos. Y también el sol, el mar, la arena de
las playas de Argel… y la luz, como los mejores regalos a la hora de
desprenderse de la miseria, la pobreza y el olvido que le acogieron en su
nacimiento… y más tarde la soledad; la soledad del hombre solo frente al mundo;
una soledad vigilada por la férrea batuta de una abuela autoritaria y una madre
fiel, sorda y analfabeta, a la que al cabo de poco más de un año de vida habría
que unir la muerte del padre en la Primera Guerra Mundial. ¿Alguien da más? Camus
lo tenía todo en contra cuando nació, pero su alegría, su inteligencia,
la curiosidad que experimentaba ante cada experiencia vital y sus ganas de
vivir lo cambiaron todo... Todo menos una arista, la del hombre solo frente al
mundo. Esa soledad impregnada de rebeldía era la que le acogía antes de su
muerte. Cansado de batallar, contra todo y contra todos, se retiró al campo
(desde donde volvía a París el día de su muerte en accidente de tráfico) para
reencontrarse con aquel primer hombre que un día nació en su lejana y amada
Argelia. Un episodio que relata magistralmente en el inicio de su novela El
primer hombre, en la que se encontraba trabajando cuando el destino y
el absurdo se dieron la mano para convertirlo en una leyenda. Después del
Premio Nobel de Literatura en el año 1957 (a los 44 años de edad) parecía que
ya lo tenía todo hecho, él sin embargo, no lo creía así y tampoco lo entendió
de esa forma, pues a partir de ese momento quiso comenzar una carrera literaria
alejada de las ideas del existencialismo o del absurdo. Se marcó una meta,
escribir su propia Guerra y paz. Y en
ello estaba cuando le sorprendió la muerte. El primer hombre no vio
la luz hasta el año 1994, de la mano de su hija Catherine, y aunque se trata de
un primer borrador y de una novela inconclusa, en ella asistimos al testamento
más universal de Camus como escritor… y también como hombre. La belleza de su
prosa y el lirismo que en sí misma atesora esta obra, conmueven hasta poner los
pelos de punta. Basta leer la dedicatoria a su madre y el primer capítulo de la
misma, en el que nos narra el nacimiento del primer hombre (el propio Camus)
como si fuera el del Niño Jesús en Belén, para darnos cuenta que estamos frente
a un proyecto literario de primer orden, en el que no cabe nada más que la
literatura con mayúsculas.
Antes de llegar ahí, el primer
hombre fue un niño, y jugó al fútbol (sobre todo de portero, de nuevo solo bajo
los palos de la portería) y disfrutó de las inmensas playas argelinas hasta
convertirse en un gran nadador, y con ello, intentó zafarse de la miseria que
le asolaba a él y a su familia, porque tal y como dejó escrito en El
primer hombre: "la miseria
es una fortaleza sin puente elevadizo"... pero él logró saltarlo cuando
conoció a su maestro, Louis Germain que, como un ángel de
la guarda, le dio las herramientas que él como nadie supo manejar en su favor
para llegar a lo más alto. Este, quizá, sea el mayor ejemplo de cómo su rebeldía
se teñía de grandes dosis de humildad, y así quedó plasmado para la posteridad
en la carta que el 19 de noviembre de 1957 (poco después de recibir el Premio Nobel),
le escribió a su maestro: “Querido señor
Germain: esperé a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos
días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande,
que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi
madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño
pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiera sucedido nada de
todo esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero
ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue
siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón
generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños
escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido. Lo
abrazo con todas mis fuerza. Albert Camus” ¿Cabe mayor gesto de generosidad
y humildad por parte de un alumno a su profesor?
El hombre solo frente al mundo de
nuevo se puso de manifiesto cuando la tuberculosis le impidió licenciarse en los
estudios superiores en letras, en la rama de filosofía en la Universidad de
Argel. Sin embargo, como contrapunto a este infortunio, allí fue donde nació su
pasión por el teatro, germen de obras como Calígula
(1944): “¿quién me dará la luna si duermo?”,
y su primera defensa pública de los más oprimidos, y también de sus
divergencias iniciales con el Partido comunista, que abandonaría posteriormente.
Esa consistencia ideológica de la que no renegaría nunca a lo largo de su vida,
le produjo sin embargo el primer desplante de notoriedad pública cuando en el Diario del Frente Popular vio la luz su trabajo
de investigación titulado La miseria de
Kabylia, que tuvo un gran impacto en la sociedad argelina y que le costó su
emigración a París. Primero como secretario de redacción en el diario Paris-Soir, después como lector de
textos en la editorial Gallimard y
más tarde como director del diario de la Resistencia Combat, todos ellos, lugares a través de los que defendió su causa,
tanto o más que en su propia obra; un escenario propicio para plasmar sus
grandes contradicciones: el suicidio, la justicia, Dios, el hombre y su soledad
ante la vida y la muerte. En 1944 ya había publicado El extranjero, El malentendido o El mito de Sísifo. La peste se publicó en 1947, y cuando le
concedieron el Nobel, ya habían visto la luz La caída, Los justos o El hombre rebelde. Atrás quedaba también su
enfrentamiento con Sartre (1952), y con el tiempo, esa sensación de haber perdido
la batalla, al ver cómo avanzaba el totalitarismo de la mano del comunismo por
los países europeos del Este, y ese otro totalitarismo en forma de aislamiento
al que la intelectualidad de izquierdas francesa más ortodoxa le sometió sin
ninguna clase de escrúpulos, dejándole apenas sin amigos, si exceptuamos a Malraux
y René Char. Él, sin embargo, se refugió en sus pasiones: el teatro y
las mujeres, y de ese binomio nació su relación con la actriz María
Casares. Pero de ese aislamiento también surgió la esterilidad a la que
todo creador se enfrenta alguna vez a lo largo de su vida. Huyó de París y
buscó refugio en un pueblo donde la luz le proporcionara calma, pues sólo
quería volver a escribir. Él y su libreta, a solas, acompañados únicamente de rutina,
ese era el plan perfecto para concebir su propia Guerra y paz, a la que él titularía como El primer hombre, para a
través de ella volver a sus orígenes, a escarbar en sus raíces y a sacar a la
luz la inocencia del niño nacido en la más estricta de las miserias. Con ello,
buscaba el último resquicio de dignidad que, como ser humano, atesoraba. Sólo
eso, ser digno ante sí mismo a los 47 años. Sin embargo, el 4 de enero de 1960
tenía su propia cita con su destino. Había sacado un billete de tren para
volver a París, pero por no hacerle un feo al poderoso Michel Gallimard (sobrino
del gran Gastón Gallimard) aceptó su ofrecimiento de ir en su potente y
lujoso coche. Poco antes de morir, preguntó el nombre del pueblo al que se
acercaban, Petit-Villeblevin, le dijeron. Luego se hizo el silencio, sólo
interrumpido por el reventón de una rueda y el patinar de los neumáticos. Camus
sólo llegó a gritar: "¡Endereza...
Ende...!" antes de enfrentarse al silencio de la muerte, la suya, la
tantas veces novelada y dramatizada, no en vano, él era el hombre solo frente
al mundo.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.
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