"Si firme y constante fuera
yo, brillante estrella, como tú,
no viviría en brillo solitario
suspendido en la noche"
Estos
versos iniciales de Brigth Star,
aparte de pertenecer al último poema que John Keats le escribió a su amada Fanny
Brawne, son también la primera luz que iluminaron mi mirada en la senda
que me llevó hasta el poeta que, también, de una forma caprichosa, fue
escoltada por un ruiseñor que me acompañó en innumerables ocasiones en el
alféizar de la habitación donde escribí la novela, pues como dicen los últimos
versos de Oda a un ruiseñor: “¿Fue visión o sueño de vigilia?/ Esa música
ya ha huido. ¿Duermo o estoy despierto?”
Esa
especie de sueño o vigilia con la que conviví a lo largo de año y medio, en un
primer instante me la produjo la plasticidad, la armonía y la belleza presentes
en la película Brigth Star de Jane
Campion, pues sus fotogramas fueron precisamente eso, una estrella brillante que me guió hasta el
corazón del poeta, pero también, formaron parte de la cascada de casualidades
que, desde que antes que yo supiera que iba a escribir esta novela, estuvieron
ya presentes en mi vida sin yo saberlo. Este lugar es una de esas armonías del destino que nos modelan la
vida; una armonía que ya sentí en el verano del año 2011, cuando estuve por
primera vez en este recinto y una gran paz en mi interior inundó mi espíritu,
la misma paz que le acogió a Shelley cuando describió este
camposanto: «el cementerio es un espacio
abierto entre las ruinas, y en invierno lo cubren violetas y margaritas que se
mezclan con las frescas hierbas. Es un lugar tan hermoso que lo hacen a uno
enamorarse de la muerte, al pensar que podría estar enterrado en sitio tan
hermoso», y también, la misma paz que posteriormente me produjo a mí la
escritura de esta novela y más tarde a quienes la han leído.
De
ahí, que por encima del tiempo, las casualidades y las adversidades a las que
todo artista se enfrenta a lo largo de su vida, lo que en verdad queda de él es
su obra. Esa, sin duda, es una de las poderosas razones por las que hoy, 19 de
julio de 2014, estamos aquí, en este mágico y bello Cimitero accatolico de Roma en Campo Cestio. El mejor lugar en el
que se le puede rendir homenaje a John Keats, y de paso presentar mi
última novela titulada, "Los últimos pasos de John Keats",
editada por Playa de Ákaba. En ella se narran los tres últimos meses de la
vida del poeta romántico en la ciudad de Roma. Un relato que, como ya dije en
la presentación del pasado 3 de junio en Madrid, es un viaje a las entrañas de
la belleza, pues no hay nada más heroico que luchar contra la propia muerte que
a través de la poesía. Esta reconstrucción de una vida plagada de sinsabores,
yo la he reinterpretado como la más bella de las derrotas, porque no hay nada
más sublime que, levantarse de las cenizas de una vida, que mediante el
intrínseco poder de la palabra.
Si
en el verano del 2011, cuando visité esta tumba por primera vez no supe decirle
nada al poeta, en el mes de julio del año pasado, cuando de nuevo pude estar
cerca de esta lápida, sí tuve la necesidad de tocar su tumba, de darle las
gracias y de expresarle esa especie de júbilo por querer compartir conmigo el
último tramo de su vida. En este sentido, debo confesar, que yo no podía
imaginar que al año siguiente estaría aquí de nuevo, pero esta vez con mi
relato hecho novela, y con la certeza de haber cumplido el designio del
destino, pues cada vez estoy más convencido que él me eligió a mí para darle
forma y luz a su estancia en Roma a través de mis palabras.
Como
ya he dicho antes, este relato de vida, amor y muerte, fue concebido por mí
como un viaje a las entrañas de la belleza, pues no se me ocurrió otra forma de
ahondar en la existencia del poeta que a través de esa frontera que divide lo
terrenal de lo eterno y sublime, porque tal y como decía el propio Keats:
“¿Es el arte un vuelo hacia lo sublime o
simplemente una evasión temporal de la experiencia?”. Un interrogante al
que dio forma a través del concepto «capacidad negativa», que no es,
sino la posibilidad que el poeta nos expresa de poder convertirnos en otros a
través de la poesía, para de esa forma, magnificar la trascendencia de su obra.
Sin
embargo, la belleza en la obra de Keats no es un espacio donde
permanecer, sino más bien un tránsito, un camino o una hoja de ruta por donde
caminar sin necesidad de dejar huellas. A pesar de todo, y como suele suceder
en numerosas ocasiones a lo largo de la historia de la literatura, John
Keats y sus poemas, no han conseguido convertirse en ese agua
cristalina del arroyo que vertiginosa busca el mar sin dejar rastro de su paso
por el lecho del río. John Keats hoy está entre los
grandes. Sí, entre los más grandes poetas británicos de todos los tiempos, al
lado de Shakespeare, como cincuenta años después de su muerte argumentó
Matthew
Arnold.
Por
eso, aparte de expresarle nuestros respetos al hombre que se convirtió en héroe
durante su agonía, hoy queremos rendirle homenaje al poeta y al artista que,
por encima del hombre, finalmente no vio cumplido su deseo de ver su nombre
escrito en el agua; una frase que, en sí misma, es una de las más bellas
metáforas que se pueden crear para definir lo efímero de nuestra presencia en
el mundo terrenal.
Su
poesía, como su forma de estar en la vida, se alzan aquí, tal y como recoge la
poeta y editora Noemí Trujillo en el prólogo de la novela, como la metáfora del
artista contemporáneo que lucha contra el anonimato incansablemente, aunque en
la mayoría de los casos no le venza, porque John Keats representa
como nadie esa íntima necesidad que todo artista tiene de dejar su huella sobre
el mundo que le ha visto nacer y le verá morir.
En
este sentido, me gustaría leer el extracto con el que se inicia la novela, pues
creo que expresa de una forma muy fiel lo que he expuesto: "La luz se torna azul, como si de repente todo hubiese dejado de
ser real y mis sentidos acabasen perdidos dentro de uno de mis sueños. Miro el
jardín a través de las cortinas de la habitación, y, a pesar de mi malestar,
todavía me siento con fuerzas para crear una poesía que sea capaz de atrapar
parte de ese reflejo que la última luz de la tarde me envía. «La vida es un
reflejo», pienso. Sin embargo, nunca intentamos asir ese efímero destello, sino
que más bien nos comportamos como si nuestra existencia se quedara prisionera
dentro de la imagen del cristal que solo vemos. Ese es nuestro gran error,
porque la verdadera vida huye en apenas un instante, justo el que dura ese
centelleo en el que casi nunca reparamos. Yo, ahora busco ese reflejo sin
llegar a encontrarlo, y me pierdo como un huérfano lo hace en sus recuerdos.
Imágenes que esta vez se depositan en un arca sonoro y oscuro, próximo y
terrible a la vez."
En
contraposición a esa vida que se nos escapa en cada instante, tenemos la
inmensa fortuna de poder disfrutar de sus poemas, y con ellos, recrear su
plenitud en cada lectura. Como el poeta dejó dicho al inició de su poema épico Endymion: «algo bello es un goce eterno».
Un verso que, en sí mismo, contiene la máxima expresión del artista hacia lo
que él entendió como único y sublime a la vez. De este modo, la intensidad de
sus poemas y la recreación lírica de su sufrimiento ante la enfermedad y el
amor de Fanny Brawne plasmados en sus cartas, son el mejor legado en el
que yo me sumergí para extraer de todos ellos esa voz y esa lucha frente a la
realidad que le había tocado vivir. Una batalla, la de la realidad y los
sueños, a la que uno humildemente buscó una solución poniendo en boca del poeta
la frase: el tiempo no existe.
Una
confrontación, la del hombre y el arte con el tiempo, que yo he expresado así
en la novela: “Mis
divagaciones me abstraen de esta realidad silenciosa que me acompaña y se
adelanta a la definitiva, a aquella que dictan mis más próximos designios.
Junto a ella, el brazo de Severn, y entre ambos, una especie de levitación que
se escapa de mis sentidos hasta que paso a paso llegamos al final de Via del
Corso y comienzo a divisar algo así como una ensoñación romántica. Veo la
Columna de Trajano que se alza majestuosa como un faro que vigila los foros
romanos. Luz sobre la nada. Vigía omnipresente de los días y las horas.
Guardián privilegiado de las ruinas del Imperio y la República. Testigo
milenario de una milenaria civilización… Según voy avanzando, creo que he sido
víctima de una pócima mágica que me ha trasladado a otro lugar, a otro tiempo,
a otra vida… «¿Cabe algo más bello que esta suntuosidad del hombre a su paso
por la tierra?», me pregunto. En este punto, mis averiguaciones derivan en la
hipótesis de la victoria del arte sobre el transcurrir de los días. Hombres y civilizaciones
enteras han sido, y serán, arrasadas por sí mismas o por la supremacía de otros
u otras, sin embargo, los testigos mudos de esos espacios de la historia siguen
ahí, mitad ruina, mitad prueba cierta de la herida del hombre, nacida de su
necesidad de expresión artística en el devenir del tiempo. Templos, arcos,
basílicas y columnas, dispuestos en pos de un universo onírico y letal para
aquellos que creen ver en ellos la belleza como única expresión de la salvación
del hombre. Reencarnados o no, los hombres podrán atestiguar con su mirada y su
palabra aquello que los magnifica por encima de la política y de sus propias
traiciones. El arte, así sentido y transmitido, es el mayor reflejo de la
humanidad que pervivirá al transcurso del paso del tiempo y de las
civilizaciones que poblaron la tierra. No se me ocurre mayor expresión de
libertad que la del hombre y sus manifestaciones artísticas como punto de
partida para derribar las formas políticas que les han tocado vivir».
Una
vez que, junto a John Keats, hemos atravesado la frontera del tiempo, no se me
ocurre nada mejor para seguir reivindicando su figura y su obra que pasar a
recitar algunos de sus poemas...
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