La dilatada carrera del joven artista Guillermo Pérez Masedo no deja de marcar hitos en forma de distinciones allí donde tiene la oportunidad de llegar. Y en todas ellas, su incontestable madurez sigue evocando una misma propuesta: la transformación de la realidad a través de su pintura; una necesidad que ya existía en aquellos primeros cuadros donde de una forma tímida todavía no se atrevía a mostrarnos sus grandes capacidades como dibujante y pintor, y que en uno y otro caso, desembocaban y desembocan, en esa última necesidad de la transformación. Su pintura es quizá, hoy en día, el mejor reflejo de lo que la joven pintura española es capaz de llegar a conseguir en la búsqueda de nuevas fórmulas que trasgreden y se confrontan a los demiurgos de la abstracción o los minimalismo más insulsos. Parece que todo vale, pero en tiempos de crisis como los que vivimos ya no parece que sea así. Una afirmación para nada banal, y que pudieron comprobar todos aquellos que se acercaron al Palacio de la Alhóndiga entre el 20 y 24 de agosto pasado, pues fueron testigos directos de lo que digo.
En esta ocasión, Guillermo
Masedo entendió muy bien que en una beca de paisaje como era la beca de
la Real
Academia de Historia y Arte de San Quirce de Segovia, lo importante era
enfrentar su mirada con el horizonte, y no solo eso, porque tenía que hacerlo a
través de una pintura al natural con la que dotar a sus cuadros de la luz y el
color de la ciudad castellana y su entorno. Y a fe que lo consiguió, pues no
cabe sino admirar sus magníficas imágenes de los horizontes de una tierra
castellana que se rompe contra un campo infinito y omnipresente, como si de un
poema de Antonio Machado se tratara. Campos de Castilla que esta vez se
desdoblan en mágicas escenas que delimitan un horizonte pleno de luz y energía y
nos indican esa capacidad del pintor para romper el falso y monótono plano
unidimensional hasta convertirlo en una poderosa generación y superposición de
imágenes en dos y tres dimensiones que hacen de sus pinturas un mecano pleno de
vida.
Poco a poco el color va ganando
espacio en el universo creativo de Guillermo Masedo, y en estos últimos
cuadros vemos que la escala cromática de los tonos ocres, anaranjados o marrones,
compiten con esos otros verdes y azules más claros u oscuros, que logran
equilibrar de una forma perfecta la visión de los paisajes que él ha trasladado
a sus lienzos, alcanzando sin lugar a dudas su objetivo: transformar los
límites del horizonte, pues ese parece haber sido uno de los retos a los que se
ha enfrentado en la percepción de una luz segoviana que deviene en algo más
vivo y muy distinto tras su mirada. En este sentido, la transformación proviene
de su aparente facilidad para elegir tanto temas como rincones a dibujar y
pintar, y a partir de ahí, romper lo visto y sentido en una nueva forma que
antes no existía - a esto se le llama arte-.
Su mirada sobre el mundo que le
rodea y su capacidad creativa, atenúan y matizan nuestra percepción de aquello
que nosotros vemos y observamos, y lo hace con ligeras gotas de su sempiterna
melancolía (todavía muy presente en sus cuadros más oscuros) para darle una
oportunidad a una luz que nos habla de madurez y un nuevo sentido estético que
ha ido alimentando en sus años de formación en la Escuela de Bellas Artes de la
Universidad Complutense de Madrid. Estos años en los que se ha confrontado a la
versión más académica de la pintura, Guillermo Masedo los ha empleado en
formar y madurar esa visión e intuición poderosamente melancólica de su pintura
para tamizarla con el poder de la luz, en algo así como una especie de viaje a
través de la belleza que no deja de sorprendernos, pues ha sabido reinventar su
forma de mirar y de componer, en espacios tanto pequeños como grandes, y
hacerlo con un talento en cuanto a su resolución artística más que
sobresaliente. Uno no deja de maravillarse al comprobar su capacidad de
trabajo, pues en muy poco tiempo es capaz de resolver -y hacerlo con acierto-
un buen número de composiciones pictóricas, que van desde los apuntes en
apariencia inocentes, pero cargados de un gran simbolismo, hasta los cuadros
donde la fuerza de su forma de ver y enfrentar colores están a prueba de toda
discusión, pues el equilibrio que logra es magnífico. Es aquí, en los espacios
más amplios donde Guillermo Masedo se muestra como un gran maestro de las
atmósferas, pues la concreción de sus cuadros más pequeños se convierten en una
ola de fuerza mayestática en las composiciones más grandes, en las que el poder
de su paleta es demoledor, porque en él se encuentra esa extraña habilidad que
es capaz de transformar la realidad oscura y sinsentido que muchas veces
vivimos, y que en el caso de los cuadros de Segovia, se plasma en esa otra
posibilidad de transformar los límites del horizonte.
Ángel Silvelo Gabriel.
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