Directa como una bofetada en la cara,
escabrosa como la mejor de las tragedias griegas, y tan soez como escatológica para
que no olvidemos de donde procede el ser humano, Harold Pinter nos dibuja
en, Regreso
al hogar, una familia de los suburbios londinense de los años sesenta
que camina por el fino hilo de la derrota sin llegar a caerse, quizá, porque la
argamasa de la que proceden y de la que fueron engendrados cada uno de los
personajes de esta obra de teatro, están llenas de tantas fisuras que ya no se pueden
volver a reconstruir aunque nunca acaben por despegarse del todo. Y esa es su
tragedia, la imposibilidad y la ausencia de un futuro. Un axioma que años más
tarde los Sex Pistols nos cantaron en forma de: “No future, no future”,
hasta el desgarro. No en vano, Pinter, como un punk adelantado a su
tiempo, nos sugiere tirar de la cadena del wáter, o como nos dice la directora de esta versión de la obra, Irina Kouberskaya: “La humanidad durante
siglos ha estado construyendo un wáter. Ya es hora de tirar de la cadena”. Y
con Regreso
al hogar, el dramaturgo lo pone en práctica sin atisbos de remordimiento alguno o
conmiseración con la raza humana. Esa crueldad tan apabullante es con la que Pinter
deserta del mundo, pero no de la raza humana, porque el dramaturgo se
sirve del absurdo para proporcionarles un poco de luz a sus personajes, y en el
caso de esta obra de teatro, lo hace en forma de ensoñación, cuando avisados
por el sonido de un reloj, cuya cacofonía se parece más a la de una máquina del
tiempo, les provee de una cierta dosis de cariño, cercanía y templanza, que sin
embargo, dura lo que un plácido sueño después de comer. Ahí podríamos decir que
es donde Pinter deja pasar un rayo de luz ante tanta oscuridad que, en
ocasiones, nos llega a recordar al mito de La
caverna de Platón, pues el ser humano camina apegado a su ceguera
universal sin posibilidad de salir de ella.
La versión que, la Sala Tribueñe de Madrid pone en escena, está dirigida por esa gran
dama del teatro que es Irina Kouberskaya, lo que nos
proporciona una singular y magnífica visión de la obra de Pinter; una visión que está
llena de aciertos. En primer lugar, la escenografía, por una sencillez y un dinamismo
como pocas veces contemplaremos, pero que a su vez, es el mejor reflejo de una
efectividad asombrosa, donde entre otras muchas escenas, podríamos resaltar la
del inicio de la obra con todos los personajes sentados sobre unos inodoros, a
modo de metáfora universal de la necesidad de liberarnos de todos nuestros
pecados. ¿Acaso cabe un mensaje más rotundo para empezar? A lo que hay que unir
esa perfecta combinación de sonidos y canciones que nos hacen revivir las
situaciones dramáticas a las que asistimos con una mayor intensidad y lirismo,
con momentos tan memorables como el de Extraños
en la noche de Sinatra. Y tras todos ellos, esa máquina del tiempo que nunca
para a pesar de que no siempre la escuchemos, pero cuando lo hacemos, ya sabemos
que algo va a ocurrir. Su sonido es la señal del sino de los tiempos y de la
presencia en primer plano de los secretos más inconfesables de una familia que
es la representación de todos nosotros. Esos secretos que, en escena, no son
tan intensos como en los personajes del teatro de O’Neill, pero sí, tan
duros como en este. En este sentido, podemos afirmar, que los grandes dramaturgos
del siglo XX se emplearon a fondo a la hora de mostrarnos las miserias del ser
humano, a pesar de las luminosas coordenadas de ese nuevo mundo que nació tras
la Segunda Guerra Mundial. En este sentido, el progreso atroz, rápido e
ilimitado se muestra aquí como una senda en la que han quedado muchos muertos
sin enterrar, y de la que todo somos un poco culpables.
Hay, además, en esta obra de Pinter,
una gran denuncia sobre la situación de la mujer en aquella sociedad industrial
de los años sesenta, y nos lo muestra de la forma más contundente posible, a
través del sexo. Mujer mercancía, mujer intercambio, mujer objeto o mujer
negocio, son solo partes de esa vertiente desquiciada del hombre que, en sus
ansias de conquista, no respeta nada, ni siquiera los códigos de conducta de la
familia, el respeto o la dignidad más elementales, pues todos ello saltan por
los aires cual bomba sin espita de seguridad, como si a la brutalidad del
destino crónico preñado de falta de ideales, hubiese que añadir la barbarie del
sino genético como marca de un tiempo y una civilización abominables. Bien es
cierto que en esta representación, la figura de Rocío Osuna, en el papel de
Ruth, sobresale sobremanera, y con
una gran carga, tanto gestual como sensual, nos advierte de esa doblez del ser
humano, a l ahora de elegir lo mejor de las personas, pero también lo peor de
la especie. Aunque en este gran elenco de actores que conforman esta
representación, tenemos que destacar a Fernando
Sotuela (Max) en el papel de despiadado padre de familia cansado de cargar
con la manutención de una familia que, al contrario que él, no han sabido
encontrar su lugar en el mundo, pero sí la necesidad de estar protegidos bajo
un cómodo techo; un reflejo despiadado de los desechos de la sociedad
industrial. En este sentido, la discapacidad para formar parte de ese mundo, sí
tiene un punto de contacto más obvio, como es el del hijo pequeño, Joey, magníficamente interpretado por Miguel
Pérez-Muñoz, con una dificultad para expresarse verbalmente que, sin
embargo es ampliamente sustituida por una capacidad expresiva inmensa. Ruth y él son los protagonistas de una
de las escenas más tiernas simbólicas y despiadadas sobre el no future, cuando aparecen tumbados
sobre un diván como símbolo de las barreras que, a pesar de todo, no somos
capaces de derribar; sencillamente genial. Completan la nómina de actores David
García (Lenny), Miguel
Ángel Meno (Sam) y Pablo Múgica (Teddy), todos ellos
sobresalientes en sus interpretaciones y formas de expresar esos diferentes
mundos que conformamos cada uno de nosotros, siempre demasiado apegados a
nuestras circunstancias personales, aunque, a veces, como es esta ocasión, las
diferencias lleguen a tocarse.
Este vómito o tirada de cadena del wáter
que es Regreso al hogar, es una obra teñida del absurdo necesario para
seguir viviendo, y la forma que el comprometido dramaturgo inglés, Harold
Pinter (Premio Nobel de Literatura del año 2005), eligió como modo de
protesta, es solo una muestra más de su indomable carácter, que le llevó a ahondar,
a través de su teatro del absurdo, en esa dicotomía de la vida en la que él se
fija en la contradictoria dualidad del fracaso como arma arrojadiza con la que
presentarnos un mundo; el mundo que a él le tocó vivir y diseccionar.
Ángel Silvelo Gabriel
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