INTRÉPIDO ALPINISTA
(Extracto de un diario perdido en la expedición a las montañas de la Sábana Sudada).
Martes, diecisiete de febrero de dos mil quince, anochecer.
Los rumores no exageraban: el calor por estos lares es abrasador.
Paisaje lunar tan blanco que hiere la vista.
Las provisiones comienzan a escasear. Me he torcido un tobillo. Es posible que esté delirando. Corrección: estoy seguro de que estoy delirando. Oigo voces que deslizan su lengua por mi oído. Avanzar, avanzar y explorar.
Coronar el Pezón Rosado no ha sido fácil. Cada paso que daba me hacía resbalar y retroceder dos pasos más. No podía dejar de jadear. El viento ululaba canciones de Nina Simone.
Por el camino, me he encontrado con los restos de otros exploradores. Se abrazaban inútilmente a sus brújulas y besaban con sus calaveras el suelo. A la montaña le gusta coleccionar alpinistas, cubrirles los rostros de nieve hirviendo, dejarles las costillas expuestas y vacías. Mejor no mirarles, mejor no pensar demasiado. Mejor temblar y avanzar, avanzar y explorar.
A medida que ascendía, el terreno iba tomando una textura de gelatina. Como trepar por una cama elástica. Además, cada vez quemaba más y más. Mis botas se han descompuesto, el caucho no soporta temperaturas tan extremas. Las plantas de mis pies borradas paso a paso. No me ha quedado más remedio que ayudarme con las manos para avanzar, y estas se me han carbonizado también. Ya no tengo huellas dactilares. No importa, ¿quién las necesita aquí arriba?
Hay que ver cómo agota respirar vapor de geiser.
Clavar el piolet, impulsarme, asegurar la cuerda, comprobar el mosquetón, avanzar, avanzar y explorar.
Al anochecer he alcanzado, por fin, la cima. Me he dejado caer de rodillas y no he podido resistirme a lamer el suelo. Quemaba como lava de volcán pero sabía a océano Atlántico.
Luego he contemplado el paisaje. Qué vistas. Ante mí, se extendía el Valle del Ombligo, los barrancos suicidas de Las Caderas, el Monte de Venus.
Soy consciente de que la opción más inteligente sería la de abandonar. Montar hoy campamento y regresar mañana al refugio. Buscar los abrazos y la admiración de mis compañeros alpinistas. Contarles mis aventuras. Brindar por las montañas demasiado altas, las cimas inalcanzables.
Eso sería lo más sensato, sí. Pero ante mí se extiende un paisaje ondulado, palpitante de tan blanco, y yo necesito saber hasta dónde puedo llegar. Avanzar, avanzar y explorar.
Libro de recetas Cuentos como churros (¿Cómo funciona?)
Los rumores no exageraban: el calor por estos lares es abrasador.
Paisaje lunar tan blanco que hiere la vista.
Las provisiones comienzan a escasear. Me he torcido un tobillo. Es posible que esté delirando. Corrección: estoy seguro de que estoy delirando. Oigo voces que deslizan su lengua por mi oído. Avanzar, avanzar y explorar.
Coronar el Pezón Rosado no ha sido fácil. Cada paso que daba me hacía resbalar y retroceder dos pasos más. No podía dejar de jadear. El viento ululaba canciones de Nina Simone.
Por el camino, me he encontrado con los restos de otros exploradores. Se abrazaban inútilmente a sus brújulas y besaban con sus calaveras el suelo. A la montaña le gusta coleccionar alpinistas, cubrirles los rostros de nieve hirviendo, dejarles las costillas expuestas y vacías. Mejor no mirarles, mejor no pensar demasiado. Mejor temblar y avanzar, avanzar y explorar.
A medida que ascendía, el terreno iba tomando una textura de gelatina. Como trepar por una cama elástica. Además, cada vez quemaba más y más. Mis botas se han descompuesto, el caucho no soporta temperaturas tan extremas. Las plantas de mis pies borradas paso a paso. No me ha quedado más remedio que ayudarme con las manos para avanzar, y estas se me han carbonizado también. Ya no tengo huellas dactilares. No importa, ¿quién las necesita aquí arriba?
Hay que ver cómo agota respirar vapor de geiser.
Clavar el piolet, impulsarme, asegurar la cuerda, comprobar el mosquetón, avanzar, avanzar y explorar.
Al anochecer he alcanzado, por fin, la cima. Me he dejado caer de rodillas y no he podido resistirme a lamer el suelo. Quemaba como lava de volcán pero sabía a océano Atlántico.
Luego he contemplado el paisaje. Qué vistas. Ante mí, se extendía el Valle del Ombligo, los barrancos suicidas de Las Caderas, el Monte de Venus.
Soy consciente de que la opción más inteligente sería la de abandonar. Montar hoy campamento y regresar mañana al refugio. Buscar los abrazos y la admiración de mis compañeros alpinistas. Contarles mis aventuras. Brindar por las montañas demasiado altas, las cimas inalcanzables.
Eso sería lo más sensato, sí. Pero ante mí se extiende un paisaje ondulado, palpitante de tan blanco, y yo necesito saber hasta dónde puedo llegar. Avanzar, avanzar y explorar.
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