Hay pocas manifestaciones, tan majestuosas
o propiciatorias, de ser otro, que a través de la literatura. El eco de la vida
se repite tantas veces como la osadía o el valor del autor que es capaz de
enfrentarse a la intrahistoria del paso del tiempo quiera o tenga el valor de
afrontar. José Saramago lo hace a lo largo de nueve meses y quinientas
páginas que, son y serán, el testamento vivo que el Premio Nobel portugués dejó
de su admiración hacia el más grande de los poetas portugueses de todos los
tiempos, Fernando Pessoa. En este caso, Saramago adopta la personalidad
de Ricardo
Reis, uno de los más conocidos e importantes —dentro de la
multiplicidad— heterónimos de Pessoa, para a través de su persona, posibilitar
a su mentor y maestro, la posibilidad de vivir esos nueve meses posteriores a
su muerte el 30 de noviembre de 1935 en el hospital de San Luis de los
Franceses en Lisboa. Las revoluciones, la Guerra Civil española, el nazismo, el
fascismo y el Estado Novo portugués, son ese reflejo del alma vital y mundial, que
Saramago quiere dar a conocer a Pessoa a través de Ricardo Reis, para de esa
forma, darle la posibilidad de seguir al tanto de los acontecimientos del mundo,
de Portugal, y de su querida Lisboa. En este sentido, el eco del tiempo es
infinito, pues asistimos a la facultad de reconstruir el tiempo una y otra vez,
tantas, como cuantas veces se lea esta novela por cada lector, pues en cada
lectura, se reconstruirán esa época, ese mundo y esa ciudad de una forma diferente,
porque aunque siguen existiendo ya nos son los mismos. Ese punto, donde la
imaginación tiene que ponerse a trabajar y fabular, es donde el cuerpo de esta
novela se hace fuerte e intransigente con el paso del tiempo, como si estuviese
cincelada en una piedra que ni siquiera el viento puede borrar los relieves de
sus letras, palabras y frases. En un estilo literario preciosista, irónico y
barroco, Saramago nos invita a pasear por una Olissippo que conoce bien, pero
que ya no existe, y se sirve de su fuerza expresiva para llevarnos por un
contorno vital que ni tan siquiera su ironía es capaz de borrar, pues el matiz
altamente político de su prosa, no deja lugar a ninguna duda. Un autor existencialista
como él, sin embargo, recurre y recorre la trayectoria vital de un Ricardo Reis,
de una forma banal, pues el heterónimo de Pessoa sólo pone los ojos al escritor
que, es, quien en verdad escribe esta historia. Eso sí, el ejercicio
estilístico de esta novela es impecable, a la altura, sin duda, de Los
cachorros de otro Premio Nobel, Vargas Llosa, pero al contario que
esta novelita corta del escritor peruano, El año de la muerte de Ricardo Reis
es un novelón de gran cuerpo que, a pesar de todo, resiste muy bien el transcurso
dilatado de la historia que nos narra. Este monólogo interior que carece de
diálogos, y que el propio Saramago interpela en el texto corrido a través de
comas, con la única salvedad de la letra mayúscula que nos anuncia el inicio de
cada parlamento, es ante todo una mayúscula vuelta de tuerca al universo
pessoano, pues el texto está ricamente inseminado de referencias, anécdotas y
citas al rey de la paradoja, Pessoa, al que Saramago concede, la virtud y el
acierto, de presentarse al protagonista de la novela durante los nueve meses
que se narran en la misma. La particularidad de estas apariciones está en que Pessoa
no se presenta como un fantasma, sino como una figura que, con el paso del tiempo
va perdiendo sus contornos hasta que se convierta en una sombra, como nuestra
memoria. Esa posibilidad de vida tras la muerte, es en la que Saramago indaga
para darle cuerpo y definitiva sepultura a un mito que trasunta y divaga,
quizá, como hizo siempre, por un mundo a la deriva que él abandonó antes de
tiempo, pero que sin duda, también él supo que sería así antes de que el último
hálito de su vida saliera por sus pulmones. Las contradicciones que le asaltan
a Ricardo Reis a lo largo de la novela son, en ocasiones, aquellas que Pessoa
padeció y sufrió en su vida, con el matiz, de que Saramago le da a su
protagonista la posibilidad de resarcirse de aquellas faltas o ausencias que el
poeta portugués no tuvo en vida, como por ejemplo, disfrutar de un amor carnal
y otro platónico a la vez; o la posibilidad de habitar una casa que, aunque
fuese alquilada, no le obligó a llevar sus propios muebles, como Pessoa hacía
en cada una de sus dieciocho mudanzas a lo largo de su vida desde que regresó
de Durban. En este sentido, hay como un ajuste de cuentas vital a favor de Pessoa,
y al que Saramago no se resiste —y hace muy bien— pues nos posibilita ver, leer
y sentir ese reflejo inconcluso en la vida del poeta. No obstante, y, como en otras
obras de Saramago, aquí también está presente ese último homenaje al pueblo
llano y al ser humano, con el que el Nobel portugués rescata del olvido a esos
personajes anónimos de un pueblo al que ama. Baste recordar cómo define a
Lisboa: «Aquí, donde el mar se acabó y la tierra espera». Y así se nos presenta
Lisboa, Pessoa, Ricardo Reis…, y nuestra propia vida.
Ángel Silvelo Gabriel.
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