¿A qué sabe la muerte? La muerte sabe a metal oxidado. ¿A
qué huele su hedor? Huele al sudor de las innumerables noches sin dormir al
raso bajo la cúpula azul que cada día nos protege. ¿Qué valor tienen las vidas
de los soldados? Tienen el valor de todos los días que uno pasa lejos de la
persona amada. Así transcurre la oralidad hecha poema de este singular Afganistán
Diario de un soldado, un poemario que es mucho más que un conjunto de
poemas sobre la guerra y la paz, porque como muy bien nos dice su editor Lorenzo
Silva en el prólogo, este es un libro necesario, a lo que cabría añadir
que este es un LIBRO con mayúsculas y no sólo necesario, sino también esencial,
universal y único, pues únicos e indispensables son el valor, la entereza, el
riesgo y el aplomo con los que está escrito: «Deberían de dejar a las madres
realizar las declaraciones de guerra entre las distintas naciones. Deberían de
ser ellas quienes pusiesen el precio de las cabezas de sus hijos, si realmente
tuviesen aquellos lo que verdaderamente hay que tener».
La parte más esencial de la vida, entendida ésta como la
intrínseca necesidad de vivir en libertad, es la que se respira en cada uno de
sus renglones. Aquí hay munición, pólvora, cargadores…, pero aquí no se nos
cuenta cómo sale la bala disparada hacia su objetivo, sino las consecuencias
derivadas que conlleva que esa bala dé en el blanco. En estos poemas no se habla
de los muertos, que también, sino de las mujeres y los niños que se quedan sin
padre ni marido, porque aquí, el amor es la invocación de la pureza y el
salvavidas final de toda una existencia: «:/ yo/ ,/ aquí/ , /un/ hombre libre
tan sólo/ preso de los hombres/ que luchan/ golpeando las puertas del
infierno/, /preso/ de aquellos/ que no quisieron/ tomar la pulpa de mi sangre/
con el nombre de mis hijos/ entre los dientes/ suplicando por el fin/ de esta
guerra./ hablo/ de ti, amor/, / y no de este/ mundo que ya no/ me pertenece»,
mientras los disparos se suceden a ritmo de palabras, versos e ideas. En este
sentido, uno no deja de imaginarse a su autor, Guillermo de Jorge,
libreta en mano, apuntando con su bolígrafo a esa hoja en blanco y, haciéndolo,
en la soledad y el silencio de las noches afganas apenas pobladas por el
aullido de los lobos o el silbido ronco de ese viento asesino que, a buen
seguro, le acompañó a lo largo de su misión en un lugar que un servidor bautizó
como El hogar de los vientos, o que
su editor y prologuista —emulando a la película que en el año 2009 se llevó los
Óscar más importantes— tilda como de tierra
hostil, porque Afganistán, a día de hoy, es el lugar donde el horizonte se
desdibuja por la ira de los hombres, y también, donde el autor de este diario
se enfundó su pluma, cual Cervantes del s. XXI, refugiado bajo la
coraza de su equipo de campaña. Y todo ello, en días donde la supervivencia
cobraba su verdadero sentido y, donde la necesidad de los compañeros, era tan
importante como el recuerdo cercano de los seres queridos, pues unos y otros
eran los que le ayudaban a mantenerle en pie y vivo en medio de la barbarie (a
alguien que sólo cree en el ser humano). Como dice muy bien Guillermo
de Jorge al inicio de esta huella que ya se nos ha quedado grabada en
lo más profundo de nuestra alma: «Esta no es mi historia. Esta es vuestra
historia y quiero contarla», porque lo que aquí se narra es ese último vuelo al
otro lado del abismo donde aún, sí, aún, cabe la remota posibilidad de volver
con vida: «nosotros combatimos cara a cara contra el oponente; pactamos el
lugar y el momento, decidimos el cómo y el para qué y, sin embargo, nunca hemos
disparado a un hombre por la espalda, nunca hemos apuntado a vuestros hijos,
nunca hemos hecho blanco a vuestros hogares: nunca; no lo necesitamos, ni nos
lo plateamos, ni siquiera lo queremos». Y si todavía no nos queda clara y
diáfana cuál es la última misión de la infantería española en las misiones
internacionales, sirva de ejemplo este nuevo párrafo: «mantengo en la retina el
reflejo de los ojos de cada uno de mis hombres; y sólo adivino ver un nuevo
país, un nuevo mundo, un nuevo estado; esta es mi patria, respondo: no importa
de dónde viene, no importa a dónde van, no importa su color, su origen o su
sexo; sólo admitimos una sola raza: la humanidad».
A día de hoy, como en tantas otras ocasiones a lo largo
de la historia de la humanidad, para morir no hace falta dejar de respirar, tan
sólo es necesario viajar al infierno. Uno esos infiernos está en Afganistán, en
la COP Ludhina – Sang Atesh de Kamara, en
la Base Patrulla en los Altos de
Geirashuri, en la Base Patrulla en
COP Mesa de los Tres Reyes – Golo Jirak o en el PSB Viera de Clavijo – Qala i Naw, porque como muy bien nos dice
el propio autor de estos poemas de la paz y de la guerra: «Esta es la tierra
donde descansan los restos de mis muertos», porque muertos los son todos,
aquellos que atacan y se defienden, o viceversa; aquellos que buscan un último
sentido a sus disparos en el silencio de la noche, o aquellos que ya dan por
sabida cuál es su afrenta contra el mundo; aquellos que, en definitiva, buscan
la libertad: «aunque nosotros sabemos que entre aquellos que están libres,
también existen dos clases de hombres: los que son libres y los que mueren por
aquellos que exigen su libertad». Éste, sin duda, es uno de los pecados
capitales al que se enfrentan día a día los militares españoles en la misiones
internacionales a las que van a cumplir un mandato internacional: el olvido.
Mientras que este país no madure y deje a un lado los falsos maniqueísmos con
respecto al bien público DEFENSA, no habremos entendido nada respecto de lo qué
es y qué significa en la actualidad el valor y el sentido de una institución
como el ejército que, como se ha reflejado antes, es un bien público, como muy
bien nos explicaron en su día en la Facultad; un bien público como la
EDUCACIÓN, la SANIDAD o el FOMENTO.
Sin embargo, Afganistán Diario de un soldado,
no es la reivindicación de ese bien público llamado DEFENSA, sino que va más
allá de la reclamación de los ideales y las normas que rigen el noble arma de
la Infantería. Guillermo de Jorge se hizo una promesa en su
segunda misión internacional: relatar y retratar con los ojos del soldado y el
pálpito del poeta un viaje; un viaje a un desierto con sabor a metal, el sabor
de la muerte, pero además, en la esencia de esa promesa, existía también el
aullido que busca el último sentido de la vida a través del amor, sin que por
ello se nos olvide que dentro de él había un juramento más profundo, porque
este libro representa, como pocos, la esencia del valor de la gloria relatada
desde el otro lado del abismo.
Ángel Silvelo Gabriel.
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