Las
voces de Tres
Mujeres
son como las teclas de un piano que suben y bajan al ritmo del
impulso anímico de su única
autora. Omnipresente,
omnívora y penetrante en cada verso, en cada poema, la
oralidad pretendida por Sylvia
Plath
anida en nuestro
subconsciente y en nuestros recuerdos a
golpe de palabra,
porque cada
una de ellas, luchan
como nadie por quedarse y permanecer. «Soy lenta como el mundo. Soy
muy paciente,/ girando a mi ritmo, los soles y las estrellas/ me
observan con atención». Así comienza este vibrante
poema a tres voces que
busca serlo todo: el pasado, el presente y el futuro; lo que no ha
sido, lo que es, y lo que podría ser, en la
perenne
búsqueda del
alma humana. En
este caso femenina, a través de la figura de la madre y el hijo, del
deseo y la concreción, de la posibilidad y el encuentro. Sin
embargo, la
naturaleza no es única, como única tampoco
es la melodía de los sueños, de
ahí que entre las múltiples opciones que nos da la vida, en
demasiadas ocasiones sea
tan difícil escoger una única vía, una única voz por la que
decantarse
a la hora de dar salida a todas y cada una de nuestras obsesiones.
Sylvia
Plath,
en este poema, se recrea en la necesidad de responderse a sí misma,
aunque sea bajo la certeza de que nunca va a hallar la palabra
correcta, el verso preciso o el poema perfecto. En estas
inexactitudes desmenuza esa interioridad del ser humano que ella
rebuscó en la poesía confesional como si esa fuera la única
respuesta a esa incomprensión
que siempre fue pegada a su alma. La extrañeza ante el
mundo y los hombres, se plasma, por ejemplo, en esa segunda voz de
una madre que no puede serlo en versos
somo éstos:
«Cuando vi por primera ver la pequeña hemorragia roja,/ no podía
creerlo./ Miré a lo hombres andar a mi alrededor en la oficina./
¡Eran tan pasivos!».
Esa multiplicad de líneas que recorre a lo largo del horizonte,
dejan a la poeta,
en demasiadas ocasiones,
sin el aliento suficiente para pensar que, quizá, otra vía era
posible.
Hay búsqueda en muchos de estos poemas, y también
esperanza, pero, sin duda, persisten en casi todos ellos, esa última
sensación de ahogo que no se conforma con la plenitud de la
maternidad. Ahí, donde residen una parte de los
anhelos en muchas
mujeres,
en Sylvia
Plath,
sin
embargo, se transforma en
una especie de molino de agua que necesita de la renovación a cada
instante
para seguir en movimiento;
un movimiento cuya esencia no es el líquido elemento, sino la
percepción de que no está sola, pues por muy acompañada que estés
a
lo largo de tu vida,
esa puede ser la mayor manifestación de la soledad del ser humano, y
que
la
poeta, en esta ocasión, transpone
a través de su poemas; poemas que buscan
la compañía de la oralidad, para que ese eco, llegue más allá de
las hojas de un papel y se transforme en un vehículo necesario y
transgresor
que
sea capaz, por sí solo, de anidar en nuestro
subconsciente.
Dicen que tras su emisión en
la BBC,
en el mes
de agosto
de 1962, ella cambió la dirección en cuanto a la forma de afrontar
su poesía, y quizá, después de leer y releer
este poliédrico poema, no nos quepa la menor duda de que su
inmensidad
dio pie a ese cambio: «Soy acusada. Sueño masacres./ Soy un jardín
de agonía rojas y negras. Las bebo,/ odiándome a mí misma,
odiándome y temiéndome. Y ahora/ el mundo concibe su final y corre
hacia él, con los brazos/ abiertos y llenos de amor.» Melodías de
la desesperanza que surcan nuestro pensamiento como si fuesen las
cuerdas de un violín que precisan de ese llanto para no romperse y,
con ello, dejar de existir. En esa pertinaz búsqueda de la propia
identidad
que, por fin, nos proporcione un poco de felicidad, hay un último
canto a la esperanza o a la
similitud de ese mundo perfecto, y
sin embargo, rodeado
de aristas que en algún momento nos han hecho daño o desangrado sin
la posibilidad de pararlo. Sangre roja, sangre menstrual; sangre de
vida y sangre de muerte que definen
lo que es, lo que puede ser y lo que se decide en contra: «Las
calles pueden volverse súbitamente de papel,/ pero yo me recupero/
de la larga caída, me encuentro en la cama,/ a salvo en el colchón,
manos entrelazadas, como para/ otra caída.
Vuelvo a
encontrarme. No soy sombra/ aunque una sombra nace de mis pies. Soy
una esposa./ La ciudad espera y se duele. La hierba/ cruje a través
de la piedra, y está verde de vida».
Sin
embargo,
la multiplicidad de voces de Sylvia
Plath
no bien sola, pues la cuidada edición
—una
vez más— de Nórdica, nos hace disfrutar de sus
poemas de otra forma: a través de las ilustraciones de Anuska
Allepuz,
que desempeñan a la perfección esa visualización
del estado de ánimo que recorre el
alma
de la poeta estadounidense. Lunas rojas, mujeres solas, árboles sin
flores y sin colores,
o
flores y sus extractos de color rojo, que se asemejan
a esas gotas de sangre que se derraman sin la posibilidad
de
fecundar,
forman parte ya, de una manera indeleble, de este largo, intenso,
premonitorio y punzante poema, que por
sí solo, nos
lleva más allá del poder de los hombres, para situarnos en ese
espacio tan poderoso como infinito en
el que se reproducen nuestras más íntimas obsesiones.
Ángel
Silvelo Gabriel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario