Los latidos del corazón se resisten a mentirnos cada vez que aceleran su ritmo. Desbocados, nos conducen a esa pulsión en la que la vida se asemeja demasiado a una especie de penumbra, donde una vez que nos tropezamos con ella, no nos queda sino atravesarla. Esa sensación de incertidumbre que nos produce la indefinición es muy parecida a la que nos somete el pasado, pues ir hacia él, es igual que atravesar esa penumbra a través de las puertas abiertas de la memoria que, en ocasiones, nos invitan a ese inesperado: pasen y vean. Sin embargo, afrontar el pasado también es hacerlo desde la memoria serena y caprichosa, esa que acoge a la metaficción literaria, donde realidad y deseo se dan la mano y se separan a conveniencia del narrador. En este sentido, Vicente Valero en su última novela, Las transiciones, nos propone regresar a los setenta y al nacimiento de la democracia en España desde la isla de Ibiza. Una especie de brexit a la española entre la adolescencia y la juventud, el pasado y el presente, la opresión y la libertad, donde de nuevo, se nos invita a vernos tal y como somos, por más que no nos guste. El gran acierto de Valero, una vez más, es fusionar como sólo lo sabe hacer él, los tiempos narrativos y memorísticos de una forma admirable y muy cercana a la técnica de la tensión de los relatos cortos —un servidor les invita a leer el relato que en su anterior entrega, El arte de la fuga, hizo sobre Hölderlin, pues es una pieza maestra del género, en la que el poder de ficción a la hora de recrear una huida es sencillamente maravilloso—. Del mismo modo, en este caso, el narrador juega con el lector y le invita a recorrer los territorios de la memoria de una forma, en apariencia caprichosa, pero que sin embargo no tiene nada de azarosa y sí de inteligente, si bien es verdad que esa portentosa y admirable forma de contarnos la historia que engendra Las transiciones sufre un cierto desgaste o bajón después de la muerte de Franco —si exceptuamos la parte en la que recrea el incidente de Don Alfonso con el caudillo, donde Valero de nuevo se luce como narrador—, quizá, porque a Valero le resulte más difícil sustraerse de aquello que nos narra, dando pie a que la frontera entre autor y personaje se difume demasiado.
Así
las cosas, Vicente Valero, en esta segunda entrega de su particular recuperación
de la memoria colectiva e histórica de este país —tal y como el propio escritor
mallorquín nos contó en la pasada FLM16—, se aloja sin miedo en las fronteras
de su pasado y su presente, para de ese modo, repasar las grietas que las
experiencias de la vida han ido dejando no sólo en él, sino también en sus
amigos. La magnífica secuencia que abre esta novela, Las transiciones, y que
nos traslada hasta el funeral de su amigo Ignacio
ya nos habla de esa capacidad innata del mallorquín para fundir los territorios
de la ficción y la no ficción sin que sepamos muy bien a qué pertenece cada
extracto de la novela, pues los recuerdos caminan de la mano de una secuencia
narrativa que nos sustrae de la realidad, para introducirnos en esa otra
historia que de verdad nos quiere contar el escritor. Esos dos planos de
superponen con unos elementos de unión muy bien traídos, igual que si fueran
planos cinematográficos, y que condensan aquello que se nos quiere contar de
una forma sutil y prodigiosa, invitándonos una y otra vez a seguir atravesando
las puertas abiertas de la memoria.
Ángel
Silvelo Gabriel.
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