Algo me impide
avanzar más allá del pasillo de la entrada. En mi indecisión, me fijo cómo la
frontera de la realidad se desvanece cuando un tenue rayo de luz se proyecta
sobre el parquet, conformando un débil y pequeño espectro que, sin embargo,
contiene el poder suficiente para transgredir los límites del tiempo y
devolverme a aquellos años en los que jugaba junto a mi hermano en el pequeño
pasillo de la entrada. Allí nos distraíamos con las chapas de los refrescos que
previamente habíamos ido pidiendo en los bares del barrio. Entonces, la
sencilla composición de nuestros planos jugadores, era suficiente para hacernos
disfrutar de la disputa de nuestro particular mundialito de fútbol a imagen y
semejanza del que veíamos en la tele del salón, pero en color, porque el
aparato de televisión de mis padres todavía era en blanco y negro. Sin embargo,
mi primer recuerdo de aquel reducido espacio que hacía las veces de pasillo y
hall de entrada en la casa de mis padres era todavía más remoto, pues se componía
de los tropezones que me iba dando con el suelo cada vez que intentaba ponerme
de pie. Y ahí estaba de nuevo ahora, frente al espejo en el que me miré tantas
veces y sin saber qué hacer, como el día de mi boda, en el que tampoco me
atrevía a traspasar las lindes del pasillo en dirección a la puerta de la
calle, aterrado como estaba ante la nueva vida que, sin llegar a ser consciente
del todo, iba a comenzar junto a mi mujer. Es curioso, pero de lo que más me
acuerdo en estos momentos es de aquel papel, aunque la escasa luz existente no
me permite visualizar bien su contenido, porque el espectro que soy sigue jugando
con mis sentidos y me sorprende cuando de una forma inconsciente intenta ponerse
de rodillas para simular mi capacidad de ponerme de pie, como el día en el que
por fin aprendí a andar. Y pienso que, si sigo andando más allá del pasillo, me
tropezaré con el resto de la casa y con otra parte de mis recuerdos, pero mi
perenne indecisión me impide atravesar la puerta que da al salón, porque entonces,
si fuese capaz de adentrarme en él, ya nada sería igual, y volvería a ver la
mesa en la que firmé el contrato de venta que me despojó de una gran parte de
mis recuerdos y de mi vida. Menos mal que, en mis últimas voluntades, me fue
concedido el privilegio de visitarla aunque sólo pudiera tener el aspecto de un
tenue espectro de luz, porque algo que aprendí, aunque fuese demasiado tarde,
es que por muchos ceros que tuviera aquel contrato de venta, en el fondo nada justificaba
el valor de todo aquello que yo había vivido en el reducido espacio del pasillo
de mi casa, un lugar donde aprendí a andar, jugué con mi hermano y fui
consciente de la responsabilidad que conlleva enamorarse de la persona adecuada.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel
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