Cada mañana me levanto pensando en él.
Nadie sabe nada acerca de lo nuestro, ni siquiera mis compañeros diarios de
viaje por los vagones y pasillos del metro de Madrid. El silencio es mi mejor
aliado, justo hasta que oigo su voz. Entonces todo se transforma en algo
parecido a un poema; un papel en blanco que él escribe y que yo leo
ensimismada. Sus canciones me hacen soñar de una forma diferente, porque me
sacan del letargo en el que me encuentro. Y así me acerco hasta el lugar donde él
permanece varado. No es Barry White,
pero a mí me lo parece. Da igual que cante en a capela o acompañado por un equipo de música que vomita las
melodías que interpreta, porque cada mañana es capaz de ponerme los pelos de
punta. Entre vergonzosa y atemorizada, siempre le dejo unas monedas sobre la
vieja gorra que ha depositado en el suelo con una pegatina en la que se lee: trovadores in the tube. Nos miramos a
los ojos sólo un instante, pero justo el suficiente, para permitirme adivinar
que hay un vínculo superior al silencio que nos ampara, nos une y nos protege.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel
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