Leer los cuentos de Relatos tempranos es sentir el desprecio nauseabundo que
sólo los tuyos te pueden proporcionar y, desde ese averno cruel y sentimental,
encaramarnos a una atalaya desde la que poder divisar otro mundo. Un mundo
imaginado por un niño que quiso ser escritor a los ochos años (Truman
Capote); una determinación que él llevó a cabo enfrentando, a ese
abandono materno y paterno, con la necesidad del reconocimiento ajeno; un
reconocimiento que el escritor forjó con su inexcusable brillantez, y con la
que consiguió burlar (en parte) a la crueldad del destino. Capote
lo hizo, refugiándose en lo poético y lo marginal que existe en los paisajes
del alma. Esa soledad impuesta por sus progenitores, sobre todo por su madre,
le llevó a cimentar un universo de niños y soledades, mujeres negras que
asisten a blancos, o tías que no entienden nada de la vida salvo de cocinar,
sin olvidarnos de la aridez de una homosexualidad que Capote
nunca se preocupó en ocultar. Todos estos ingredientes son la argamasa de la
que están construidos los cuentos recopilados en Relatos tempranos;
relatos, muchos de ellos, escritos a los catorce, quince o dieciséis años, de
ahí, que la primera sorpresa al leerlos, venga por la madurez de la puesta en
escena de cada uno de las historias que las albergan y de su resolución,
algunos de ellos, puros ejercicios de estilo literario como el titulado Tráfico
oeste, una suerte de vuelta atrás en el tiempo que plasma la realidad de
una forma trágica e hiriente. En este sentido, Relatos tempranos es
la demostración del precoz talento de un escritor que se caracteriza por su
limpieza de estilo y por su desmesurada capacidad de colocar cada palabra en el
lugar adecuado, y todo ello, como demostración de un genio tan portentoso como
temprano, pues esta recopilación da buena muestra de su particular mirada hacia
todo aquello que le rodeó: adjetivando la marginalidad y haciendo de ella una
cuerda infinita de la que tirar, para traer hacia sí, las vidas de unos
personajes que, en su sencillez, Capote transforma en entrañables,
igual de entrañable que puede ser la vida de uno mismo, para cada uno de
nosotros. Truman Capote excava en la nimiedad más insignificante
y le saca un brillo que resplandece hasta hacernos caer embobados con su
reflejo, de ahí la brillantez que rodea a los escenarios por los que transitan
sus personajes, pues los convierte en los mejores protagonistas posibles de las
mejores historias imaginables.
Como quizá no podría ser de otra manera, el universo que
rodea a estas catorce historias está impregnado de niños que buscan a sus
padres ausentes. Así ocurre en Esto es para Jamie (uno de los relatos
más autobiográficos de la colección), lo que le sirve a Capote
para expresar los límites de la marginalidad dentro de las coordenadas de lo
cotidiano, como por ejemplo, también le sucede a la protagonista del relato que
cierra la recopilación: Donde el mundo comienza, pues como muy bien
expresa el título del relato, el mundo propio comienza donde acaba el del resto
(circunstancia que también está presente en el cuento titulado Hilda),
sobre todo, si ese resto es una profesora de matemáticas con escasas dotes para
que su imaginación traspase las paredes del aula donde da clases. Además, las
grandes capacidades literarias de Capote, se trasladan del mismo
modo a los finales de sus relatos, pues lo hay de todo tipo, desde los sorprendentes
hasta los que quedan en suspenso, o se difuminan en un estilo más libre, lo que
nos proporciona una incertidumbre en la que es propio lector quien debe aportar
algo de sí mismo para acabarla. En cuanto a su aspecto formal, todos ellos se
caracterizan por su brevedad, lo que no es óbice para que el autor no deje
planteados, y en ocasiones muy bien resueltos, muchos de los enigmas de las
historias que aborda como el mejor de los microscopios, pues esa es otra de las
características narrativas de Capote: la minuciosa observación
del alma humana. Sin embargo, sí podríamos decir de casi todos, que pertenecen
en una mayor o menor medida a lo que los críticos han dado en llamar como gótico
sureño, por las múltiples referencias existentes a su Monroeville (Alabama)
natal y al profundo sur que le vio crecer, hasta que llegó a Nueva York. Una
alegoría de anécdotas y vivencias que impregnan sus relatos de esa sensación de
estar en otro mundo, por supuesto, nada parecido a la cosmopolita Nueva York.
Esa característica de lo subterráneo, es una cualidad más de su genialidad,
pues encuentra el eco suficiente para convertirlo en el auténtico protagonista
de unas historias que retratan lo poético y lo marginal que existe en los
paisajes del alma.
Ángel Silvelo Gabriel.
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