Nos quedamos a vivir en la librería,
allí, al menos, vendían libros. Okupas de las letras nos llamaban,
quizá, porque nuestra dieta era mucha luz, algo de agua y una
cantidad infinita de sueños. Aislados del mundo, corríamos detrás
de cada palabra por el mero placer de hacerlo. Queríamos volver a
sentir la suave caricia del aire que bañaba nuestro rostro cada vez
que pasábamos una hoja. Éramos unos atrapa sueños que necesitaban
volver a sentirse libres a través del alimento inmaterial que sólo
un libro puede proporcionar a las metas imposibles. «¡Sois unos
irresponsables!», nos gritaban los que no leían, como si fuéramos
unos inconscientes que estaban poniendo sus vidas en peligro en unas
oníricas olimpiadas de lectura. Pero a nosotros nos daba igual,
porque el anhelo irrefrenable por volver a vivir un sueño, era más
fuerte que la sensación de peligro que tanto nos jaleaban los demás,
cuando nos recordaban que llevábamos varios días sin comer. Pero lo
que ellos no entendían, era que, en el fondo, sólo éramos dos
amantes de los libros que, mientras leían, habían materializado un
anhelo: unir realidad y deseo.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel
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