Las
calles adoquinadas de las calles florentinas se tropiezan con el almohadillado
de sus numerosos y excelentes edificios renacentistas, que nos devuelven a esa
otra realidad que sólo el arte es capaz de crear y destruir para volverlo a crear
de nuevo: la vida, en un proceso continuo y constante dependiendo de qué o quién
observe aquello que se nos muestra. Es difícil escapar a ese síndrome de
Stendhal que preside cada esquina de la ciudad del Arno, pero no es menos
cierto que, la curiosidad, nos emplaza a seguir descubriendo una y otra vez esa
nueva imagen que nos produzca la sensación de lo inevitable que, una obra de
arte, en sí misma, puede transmitirnos. Sensaciones que van desde la belleza,
al horror, o a esa mera contemplación de la vida en un cuadro o una imagen. Ese
juego de percepciones inalcanzables es el que nos transmitió la muestra que Bill
Viola expuso hasta el 27 de julio pasado en el Palazzo Strozzi de
Firenze. Una prodigiosa perspectiva sobre la visibilidad de los sentimientos
que, este artista del video arte, es capaz de conjugar como nadie a la hora de
plasmar en imágenes impactantes, repetitivas o a cámara lenta, la esencia de
aquello que el ser humano esconde tras la coraza de su piel. Mensajes
repetitivos como el del vídeo donde no para de pasar gente a lo largo de un sendero
en un bosque que, sin duda, nos emplaza a preguntarnos acerca de la posibilidad
cierta o errónea de la continuidad de la vida o de la repetición de nuestros
actos. Una repetición sencilla y continua que nos enmarca dentro de un conjunto
más amplio: el hombre dentro de los hombres. Es difícil escupir y esculpir las
sensaciones que un ser humano va teniendo a lo largo de su vida de una forma
tan tajante y estética como lo hace Bill Viola. El video artista
experimenta y arriesga a la hora de mostrarnos la singularidad de esa fe que
nos mueve día a día y, para ello, fusiona ideas con colores, escenografías e
iconografías que nos sumergen en la posibilidad de ese otro yo que todos
tenemos más allá de nuestra atrofiada sensibilidad, marcada por ese día a día
demoledor que nos embrutece. De esa sensación de derrota es de donde es capaz
de sacarnos Viola, pues nutre a sus composiciones de una singularidad única:
la de poder encontrarse uno a uno mismo mientras observa la minuciosidad con la
que nos expone toda una amalgama de sensaciones que nos llevan muy lejos de
donde nos encontramos. Por ejemplo, el montaje titulado, El Rinascimento, es uno de esos casos donde la posibilidad de
purificación es inmensa, pues nadie como él es capaz de indicárnosla a través
del arte.
La
muestra de Bill Viola también nos invita al viaje externo, pues se
desplaza por el arte y por el tiempo para hacernos partícipes de la historia de
la humanidad a través de unos montajes que cumplen la doble función del
simbolismo y la materialidad visual que se adentra en lo más profundo de
nuestro subconsciente a nada que tengamos algo de sensibilidad. Ese viaje, sin
duda, acaba en la piedad del hombre moderno que, tilda sus actos, con la
compasión de la lejanía que los separa de la realidad más íntima o interior.
Esa distancia entre realidad e irrealidad es la que abarca Bill Viola en su obra,
despojada de la falsa mueca de aquello que se nos muestra como valioso sin
serlo, pues la cobertura de su obra a través de imágenes, es la de la esencia
en sí misma; esencia del mundo y la vida. No hay nada tan profundamente materico
y humano como la recreación de sus pecados capitales, confrontados éstos en
forma de batalla del hombre frente a los elementos externos de la naturaleza
que son mucho más poderosos que él, lo que desemboca en la fragilidad del ser
humano. En estos casos, la capacidad gestual del dolor a la que asistimos es
inmensa, como inmenso es su mensaje de la vida y de la muerte, el amor y el
dolor, o la vida construida con instantes que nos muestran una y otra vez la
visibilidad de los sentimientos.
Ángel Silvelo Gabriel.
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