Arrebatarle
a la vida las coordenadas del destino para rescribirla bajo la fría
voluptuosidad de la adolescencia. Adivinar esos espacios por donde se nos
escapan los días con la sola necesidad de taparlos para que todo se convierta
en un espacio oscuro y frío donde antes reinaba la luz, o percibir el mundo
desde un punto de vista único y diferente como el remero que boga
contracorriente por mucho que sepa que sufrirá un duro desgaste antes de llegar
a su destino: una bendita isla en la que sólo hay espacio para sí mismo y un
mundo inteligente y perverso, lacerante y virginal, formal y caprichoso como
sólo lo pueden ser las metas con las que soñamos en nuestra adolescencia. A
todo ello, hay que unir un estilo narrativo preciso, inquietante y sugerente, tanto
en los elementos literarios como vitales, y con los que la escritora suiza
afincada en Milán, Fleur Jaeggy, nos muestra su experiencia cuando tenía catorce
años en el internado femenino situado en el cantón suizo de Appenzell y su
relación con la enigmática Frédérique,
porque si algo sobresale por encima de las múltiples bondades de esta nouvelle reconvertida en obra esencial
es su capacidad de mostrar. El universo que nos propone Jaeggy es eso, el inicio
de un camino que el lector debe de tratar de terminar. Sugerir sin manipular,
para llegar a las entrañas de aquello que nos es narrado, combinando el arte de
la paradoja y, con él, tratar de que entremos en su tenebroso juego: «Su
belleza se había convertido en una parodia. En la juventud se anida el retrato
de la vejez, y en la alegría el agotamiento…», hasta convertir ese juego con
las palabras en puro arte narrativo. Y si por si todo esto fuera poco, existe
un claro acercamiento poético hacia la belleza que se despliega en frases
memorables como ésta: «El placer del desasosiego. No me resultaba nuevo. Lo
apreciaba desde que tenía ocho años, interna en el primer colegio, religioso. Y
pensaba que a lo mejor habían sido los años más bellos. Los años del castigo.
Hay una exaltación, ligera pero constante, en los años del castigo, en los
hermosos años del castigo», donde la narradora lo arriesga todo entorno a esa
necesidad de ser uno mismo, incluso dentro del aislamiento más profundo y la
soledad más sórdida. Aquí, Jaeggy se muestra implacable consigo
misma y sus recuerdos, porque la fuerza de esa novela está en esa recreación
del mundo que nadie ve, si no uno mismo, pues nadie puede llegar a entender,
nunca, ese último giro de nuestras pulsiones que sólo alcanzan la luz con el
éxito o el fracaso más rotundos.
Los hermosos
años del castigo son un inesperado
encuentro con la gran literatura que no entiende ni de modas ni de géneros, pues
aborda la vida en sí misma alejada de la monstruosa actualidad, ya que no bebe
de ella (la primera edición de este libro en España es de enero de 2009), si no
de ese otro maná que sólo se encuentra al otra lado de la línea del horizonte
donde la falsedad de lo cotidiano deja paso a lo auténtico, pues auténtico es
aquello que te hace sentir por dentro que todo es posible, hasta aquello que en
principio no lo es: «Pero ¿cómo se representa el vacío? ¿Tal vez es la
falsificación de todo lugar originario? Nada más verdadero y más falso, por manipulado,
que ese pecado original con el que nacemos y, con el que Fleur Jaeggy juega en
esta novela: Los hermosos años del castigo, bajo la óptica de la fría
voluptuosidad de la adolescencia.
Ángel Silvelo Gabriel.
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