Pernicioso, perfeccionista,
presuntuoso, presumido, pretencioso, pertinaz, petulante…Todas esas cualidades
encajarían a la perfección en el retrato que la película hace del diseñador Reynolds
Woodcock, una aproximación libre al famoso modisto Balenciaga. Perdido en el
silencio de las rudas costumbres victorianas por un lado, y en la pertinaz
niebla londinense por otro, el protagonista de El hilo invisible va
avanzando, a cada puntada de aguja y a cada fotograma, hacia un abismo sin
sentido; un abismo que el director del film, Paul Thomas Anderson,
trata de revestir de una trascendencia que no tiene, eso sí, lo hace mostrándonos
bellas imágenes y lentas secuencias que visten esta historia de amor como si
fuera un vestido más de su colección. Una historia de amor entre dos personas
atormentadas que divaga hacia un amor gótico entre agujas de alta costura que a
medida que avanza el metraje se pierde en la vacuidad de la nada. Paul
Thomas Anderson antepone su punto de vista fílmico a la paciencia del
espectador, y le somete a un tour de forcé excesivamente largo para mostrar una
relación entre dos personas que no nos propone ni una salida airosa ni épica,
sino más bien banal, como la rutina que nos asiste a todos en nuestro día a
día. Un tormento que no sólo se recrea alrededor del ballet femenino que danza alrededor
de su protagonista, Daniel Day-Lewis, sino que también es aderezado con un incesante
e innecesario golpe de piano en muchas de las escenas que no nos permiten
disfrutar de ellas como deberíamos, por el gratuito protagonismo musical de su
banda sonora que, en ocasiones, juega a parecerse a un endiablado Michael
Nyman y otras no deja de ser una consecución anodina de notas musicales
sin más. Lo que nos lleva a ese punto sin posibilidad de retorno posible que es
seguir el universo creativo de muchos directores de cine, pues se está
convirtiendo en algo así como asistir a la tiranía de unas propuestas que el
espectador debe percibir como sobreentendidas, aunque no queden claras una vez
expuestas o expresadas por los realizadores. En este táctico enrocamiento
clásico de los ególatras, asistimos al gran espectáculo de la obsesión; una
cualidad o circunstancia indispensable en sí misma en la creación de una obra
de arte, pero que, en demasiadas ocasiones, deviene en la simpleza de la
vulgaridad teñida del rictus de las grandes mansiones, trajes caros o el costumbrismo
de la alta burguesía (inglesa en esta caso), que no tienen nada que aportar a
la humanidad a tenor de lo visto.
El hilo invisible
naufraga en su propia suntuosidad, porque no sale de su propio castillo por
mucho que éste se nos muestre como algo único. La falta de diálogo entre la
película y el espectador es tal que muchas personas no paran de mirar sus
relojes o de atender a sus teléfonos móviles a lo largo de las más de dos horas
que dura la cinta, en la que parece ser que asistimos a la última interpretación
de un Daniel Day-Lewis que, en esta ocasión, vuelve a estar a gran
altura en su histrionismo, aunque sea expresando el anodino universo de un
modisto cruel y nada interesante. Quizá alguien debería decirles más veces a
los que se consideran como grandes genios que, ni sus propuestas dan para tanto,
ni su vida para ser filmada en una película, por lo pedante y cursi que
resultan.
Lo mejor del film, sin duda es
ese juego de miradas que nos proporciona Vichy Krieps en cada una de las
fases de este amor gótico perdido entre agujas y la flema inglesa de Lesley
Manville.
Ángel Silvelo Gabriel.
Ángel Silvelo Gabriel.
Totalmente de acuerdo
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