La vida se compone a base de
pequeños interludios visibles que ocultan aquello que en verdad somos. Esas
pequeñas piezas — a modo de breves bailes— son las que soportan el gran peso de
nuestra existencia y, así, al menos, lo interpretó Antón Chéjov a lo largo
de toda su producción literaria, ya tomara ésta el formato de una obra de
teatro, de un relato corto o de una novela. La desesperación por no
reencontrarse a uno mismo, la melancolía de los días sin nada, o la lucha de
los deseos no correspondidos se suceden en sus obras como acontecimientos a los
que sus personajes no encuentran un solución satisfactoria y, de ese modo, se
auto condenan a marchar perdidos en una travesía que ellos creen que nunca
tendrá un final, como si sus vidas fueran una barca que vaga por un lago. En
este sentido, su obra de teatro, La
gaviota, es una magnífica metáfora que representa el modo en el que Chéjov
entendía la literatura, pues para el escritor ruso, su obra era la expresión más
directa existente entre la naturaleza humana y la vida. Y, de este modo, los
alardes por mostrarnos esa parte del ser humano son tan punzantes como hiriente
es la apatía de unos personajes que se desenvuelven en la desesperación del
amor y la sensación de que en algún momento sucederá aquello que tanto desean,
aunque no hagan nada para que ello ocurra. Esos pantanos ciegos de agua y su
falta de movimiento, sin embargo, tropiezan con el destino; esa fuerza innata
de la naturaleza que dirige nuestras vidas. Chéjov y su obra retratan
de una forma especial y trágica ese mundo que pronto cambiará radicalmente,
algo que sus personajes aún no son capaces de vislumbrar más allá de sus toscas
pulsiones personales que enredan las vidas de unos y otros sin llegar a
encontrar un salida. Una salida, por cierto, que acaso no exista.
Uno de los aciertos de esta
adaptación al cine de la obra del escritor ruso por parte de Michael
Mayer es esa, mostrarnos a sus personajes en su época, bajo la tenue
luz de las velas o la pomposidad de unos vestidos y la rigurosidad de unas
costumbres que, en este caso, representan el pasado de una forma visual y
sonora, pues los sonidos de los árboles, el lago o la languidez que desprende
la paja del establo son las señas de identidad de aquello que está a punto de perecer.
El segundo tanto a favor del director es el elenco de actores que ha elegido
para la película, pues todos ellos, están a gran altura, en esa búsqueda
desesperada del amor en la persona equivocada. Se nota que Mayer es un hombre de
teatro, pues sabe manejar a sus personajes en las escenas corales e incluso nos
demuestra su punto de vista más pictórico con encuadres e imágenes fijas que
son pinturas en sí mismas, por la plasticidad que llegan a desprender, lo que se
contrapone muy bien a ese aire premeditadamente trágico de las mujeres de la
película donde tanto una magistral Annette Bening como una entregada Saoirse
Ronan, o una inconmensurable Elisabeth Moss brillan con luz
propia.
El poder de las pasiones que
engendra el amor y su cercanía con la tragedia se exponen con la maestría que
da la seguridad que permanece aletargada en el profundo conocimiento de los
sentimientos del ser humano sin apenas llamar la atención, algo en lo que Chéjov
era un maestro. Mayer, de una forma aparentemente sencilla, pero muy eficaz,
nos muestra una versión de La gaviota que transita con paso
firme por la literatura con mayúsculas y que no traiciona al texto de la misma,
en el que para que no falte nada, asistimos a un magnífico final propio del
gran maestro del relato corto. Un final, donde la mano de Antón Chéjov se posa de
una forma única sobre la lucha de los deseos no correspondidos.
Ángel
Silvelo Gabriel.
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