La fiebre no me deja dormir y la noche se convierte en un amargo duermevela. Debería aprovechar estos momentos de plena consciencia para recordarme a mí mismo qué he sido y en lo que me estoy convirtiendo. Sin embargo, el calor incandescente de mi pecho no me deja ni tan siquiera pensar. Tengo ganas de levantarme, pero se apodera de mí el miedo por despertar a Severn, mi fiel e inolvidable amigo. Él, más que yo, se merece este suave descanso antes de volver a enfrentarse a la despiadada realidad de mi enfermedad. Hasta el doctor Clark con su mirada me dice que ha presentado el armisticio, y su voluntad no es otra que la de esperar un milagro que, para mí, que no soy creyente, se me antoja del todo imposible. Solo en mi propia soledad, y acompañado en la oscuridad de la noche por mis pensamientos, busco la paz que por fin me libere de todos mis males. Así, cuando mis ojos no tienen la necesidad de buscar, en la ausencia de colores y de vida a mi alrededor, todavía soy capaz de encontrar un poco de paz; es una sensación que se presenta ante mí como una tregua pactada; descanso corto que me permite recordar todo aquello que Severn me cuenta de sus visitas a este universo de los sentidos que es Roma. Su sensibilidad artística le hace ser minucioso y alentador en sus magníficas descripciones de aquellos cuadros que más le han gustado, y no para de decirme lo que me hubiese excitado al ser cómplice de tanta belleza. Le escucho con toda la atención que soy capaz, pero no me encuentro capacitado para experimentar esa sensación placentera que la pintura hasta hace poco me proporcionaba, como si mi sentido estético y sensible estuviese ya muerto. Cuando ese reflejo de veracidad se instala por un instante en mis sentidos, tiemblo de miedo, y ya no escucho al amigo que ha decidido renunciar a sí mismo y a su libertad por acompañar a un ser enfermo como yo, que es una carga pesada para todos aquellos que viven a su alrededor.
La soledad que siento desde que estoy en Roma solo es mitigada por estas magnas manifestaciones de amor y cercanía que Severn me profesa, y que no sé cómo se las puedo recompensar, más allá de aguantar mi dolor en silencio hasta que mis pulmones no me dejan respirar y emito un grito sordo. ¡Oh Severn, mi buen amigo Severn, nunca podré agradecerte lo suficiente el sacrifico que estás haciendo por mí! Lejos de disfrutar de tu flamante beca, te quedas aquí, a mi lado, haciendo bocetos de mi figura leyendo o de las oscuras estancias que nos acogen, mientras mis sentidos divagan y se dejan llevar por los sonidos y los olores que les llegan de los guisos de las cocinas y del intermitente aroma que desprende el Tevere al anochecer, como si estuviese liberando todo aquello que le ha sido depositado por el día. Quiero viajar lo más lejos que pueda sobre mis recuerdos, pero no llego más allá de la tenue niebla que nos acogió a nuestra llegada a Roma; liviano terciopelo que tapó mis sentidos con una dulce caricia; amante vaporosa que transita por la morada del deseo. Roma, perfecta e inmaculada; fría y chillona; bella y redentora, ya no te puedo imaginar, para cuando menos poseer. Busco puntos de unión que hagan de contrapunto con mi desgracia, pero todas me eluden, como la vida, que pasa de largo y en paralelo a mi lecho para despojarme de la sombra de los deseos. Siento como mi alma ya está muerta y tan solo espera a que mi cuerpo la acompañe. Los latidos de mi corazón persisten en su desacompasado latir… pero ya es demasiado tarde.
«No estoy seguro de nada, salvo de la pureza del Corazón y de la verdad de la imaginación: lo que la imaginación toma como Belleza debe ser cierto.»
Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo
Gabriel.
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