Hay taras que nunca se borran por
más tiempo que pase. Signos de una singularidad que en un principio creíamos maldita
y de la que luego nos confesamos fervientes defensores. Quizá, porque la tara
con la que la naturaleza nos hizo diferentes nos sirvió de leitmotiv en el empedrado
y largo recorrido de la vida. Azote de pasiones y desesperanzas. Musgo que se
aferra a nuestra identidad con la persistencia de la lealtad más
inquebrantable. Nada sería igual sin esa señal que nos diferencia, esa cicatriz
de la que no para de brotar sangre, o esa nube blanca sobre el iris de uno de
nuestros ojos que no nos permite ver bien. La protagonista de esta historia de
iniciación hace suyo todo ello con la perspectiva que le ha dado el paso del tiempo.
La aceptación de la edad adulta se contrapone aquí a la rebeldía de la infancia
y la adolescencia de una forma templada, sin más prejuicios que los que poseen
los recuerdos, pues siempre se nos aparecen en forma de una nebulosa que en
demasiadas ocasiones no coinciden con la realidad. En ese soporte
autobiográfico se sustenta Guadalupe Nettel para ofrecernos el
relato de la sociedad mexicana de finales de los setenta y principios de los
ochenta y de los exilios de aquellos que lograron escapar de las dictaduras que
en esos años dominaron Sudamérica. Una América Latina en pie de guerra a la que
Guadalupe
da voz desde la sencillez de la mirada de una adolescente que busca su propio
camino. Un camino en forma de eco que le devuelve imágenes, vivencias y
recuerdos de aquellos años. Esa peligrosa vista atrás no resulta ni
desalentadora ni vengativa ni oscura, sino todo lo contrario, pues el relato
que compone Nettel en El cuerpo en que nací es tenue sin
ser anodino, impactante en ocasiones sin ser vertiginoso, y sobre todo valiente
en la desconfiguración del paso del tiempo que siempre supone volver la mirada
atrás. Sin estatuas de sal de por medio, la escritora mexicana va y viene en su
relación familiar contraponiendo sus sucesos particulares con los más generales
de la época que le ha tocado vivir: las Olimpiadas de México 1968, el Mundial de
Fútbol de 1986, los nuevos métodos educativos, o la introducción del movimiento
hippie en el núcleo familiar mexicano y las consecuencias que ello le conllevó
a la protagonista de esta historia, y que la convierten en una exiliada dentro
de su exilio.
Frente a ella, en este soliloquio
expositivo se halla la doctora Sazlavski,
el lado del fiel de la balanza que ejerce de voz oculta hacia la que se proyecta
la dictadura del tiempo y sus grietas. En un estilo cotidiano, sencillo y sin
muchas estridencias, Nettel nos va diseccionando aquello
que para ella fue más importante o lujurioso en su vida. Una vida que, desde
muy temprano, estuvo marcada por la literatura y unas lecturas muy distintas a
las del resto de compañeras de colegio o amigas. Lecturas que, sin duda,
marcaron el empedrado y largo camino de su vida. Una vida que en no pocas
ocasiones alcanzó unos niveles de madurez muy relevantes respecto de sus
semejantes. La literatura, ahí, fue capaz de derribar barreras y componer
sueños con los que contraponer la incomprensión de un día a día marcado por las
neuras ajenas de unas personas adultas perdidas en su propio laberinto. Esa es
una de las mejores bazas de esta novela, la de buscar más allá de ese universo
embrujado del prójimo para crear uno propio, al estilo de una habitación propia
en la que poder proyectar aquello con lo que soñamos, aunque nos cueste hacerlo
en el empedrado y largo camino de la vida.
Ángel Silvelo Gabriel.
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