Hacer de la mirada un arte hasta no distinguir la realidad del sueño, la verdad de la ficción, la nube de la lluvia, el horizonte de la tierra. Y, de esa forma, desplazarnos en una línea recta que nos atraviesa el corazón, explora el mundo de lo incierto, y adivina todo aquello que es inasequible al continuo movimiento que nos condena a no expiar el poder de la mirada sobre el paisaje. De esa forma de mirar nace la obra de Guillermo Pérez Masedo (https://guillermomasedo.com) pura entelequia a la que pocas veces identificamos como arte, porque el verdadero arte es aquel que no entiende de modas y se circunscribe a la introspección e investigación que el artista abate sobre su obra. De esa particular virtud nace también el pintor, el artesano que busca la línea perfecta que une trazos y colores, fusiona imágenes e ideas, y transforma nuestros pensamientos en algo tan líquido como la belleza. Belleza construida de horizontes y campos, casas y calles, luces y sombras que, poco a poco, se pierden en la magnitud de unos universos interiores que se desatan en el anonimato del día a día, en la acrescencia del ovillo del que nos resulta imposible librarnos. Esa fuente ingrávida de sensaciones, en el caso de la pintura de Masedo, se proyecta en una paleta de colores que humanizan el verbo que el pincel es capaz de definir sobre el lienzo. Artista y obra recogidos en la extraña topología de un verano. Único por su destreza. Intenso por su intrínseco poder de comunicación. Diluido por el descubrimiento del último horizonte. Hay una gran capacidad narrativa en este cuadro que, aparte de describirnos la naturaleza del paisaje, nos abre la puerta al viaje. Un viaje con líneas de fuga que se unen en el epicentro del universo pictórico de esta obra. Un viaje exterior-interior. Sencillo y colectivo. Rural y urbano. Pop y cubista. Onírico y real como solo lo pueden ser las grandes obras de arte que, en este cuadro, son el resultado del trabajo que se esconde bajo el talento, y que en ocasiones, brilla con luz propia como sucede en esta Topología de un verano en Avinyó, porque como decía Paul Cézanne: ver es pensar. Un ver y un pensar únicos que se alzan sobre la inconmensurable montaña de lo imposible para demostrarnos cuál es el auténtico poder de una obra de arte por sí sola.
El diálogo entre el pintor y su obra queda plasmado en el subtítulo que acompaña a este cuadro: “49 estudios para un mismo paisaje (ext int)”. Un subtítulo que en sí mismo define el poder de esta obra. Un poder que radica precisamente en eso, en la capacidad que atesora de adentrarnos en el interior a través del exterior, porque con ello logra definir la estructura de los sueños. Cabe la posibilidad de que soñar sea mentirse, pero también de que sea el camino que nos traslade a un ver y un pensar en el que existe la opción de llegar a ser otro a través del paisaje. Y, en Topología de un verano en Avinyó, cruzamos ese límite mediante la ficción que se hace perpetua en los recuerdos, o con el pincel de las sensaciones que dibuja nuestras vidas, porque quizá una de las cosas más importantes en la vida sea la de aprender a mirar. A mirar y a mirarse dentro de uno mismo, y hacerlo entre las rendijas del tiempo. Ahí es donde surge la necesidad de iniciar un viaje, el propio, aquel que nos puede llevar a las entrañas de lo desconocido, o a lo más profundo de un bosque que en apariencia lo cubre todo. Un bosque que no es un bosque cualquiera, sino el bosque de los sueños. Un lugar donde no cabe mentir y sí disfrutar del arte de la contemplación. Contemplar aquello que conforma la esencia de la que estamos hechos, y no sentir miedo a la hora de hallar la verdad de nuestros más íntimos anhelos. En ese camino hay muchas etapas, una de ellas es la de escudriñar la naturaleza del paisaje. A través del color y su recuerdo. La abstracción y el misterio. Sensaciones adheridas a una belleza tan necesaria como el aire que respiramos. Una belleza que, en Guillermo Pérez Masedo, está protagonizada por 49 estudios para un mismo paisaje. 49 estudios que van desde el inicial orden de la naturaleza hasta el desorden de la habitación en el que acaba. Un final en el que sobresalen una fotografía y el rayo de luz que entra a través de la ventana. Imágenes yuxtapuestas que fusionan una sucesión de instantes que nos hablan de las huellas de la vida. Una vida protagonizada por lo uno y lo múltiple en un maravilloso travelling que nos invita a vivir y a reinventar aquello que vemos y de lo que somos partícipes. Imágenes que nos descubren la perversidad de la mirada sobre el paso del tiempo y su analogía con el silencio que siempre nos acompaña.
Topología de un verano en Avinyó es un único paisaje que requiere contemplarlo en silencio y, a partir de ahí, soñar. Soñar para mentirse, y a la vez, para reencontrarnos con la posibilidad de llegar a ser otro mediante el poder de la mirada sobre el paisaje.
Ángel Silvelo Gabriel.
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