Siempre nos dicen que un microrrelato se debe parecer mucho a un poema. Por lo que no muestra y sugiere. Por su intensidad. Por su economía verbal. Por el final sorprendente que le da un sentido único al mismo. Sin embargo, lo que casi nadie nos cuenta es la importancia del título, porque aunque éste no salga a lo largo del microrrelato, sí propicia la primera pista y la cláusula de cierre de la historia que se nos trata de contar. Algo de todo esto estuvo presente en la gala de entrega de premios que, de una forma excepcional se celebró en El Episcopio de Ávila bajo el auspicio de Emilio Rufes y Paquita Garzón, propietarios de La Bodeguita de San Segundo de la ciudad amurallada y, que con la excusa de amadrinar la literatura y el vino, convocan su Concurso Bienal de Microrrelatos al que se ha unido en esta edición el de Fotografía. Esa magnífica excusa que fusiona la cultura literaria y vinícola reunió ayer en Ávila a un centenar de personas que, de primera mano, escucharon la lectura de una parte de los microrrelatos seleccionados en la magnífica edición que se ha publicado con mucho mimo, y a los que acompañan, las fotografías premiadas y las que para esta edición ha realizado Tomás Hernández Sánchez. Un libro que tiene forma poética desde su portada y su contra, y que tiene a José Hierro como protagonista en el centenario de su nacimiento. La acuarela que ilustra la portada de la publicación, de una forma caprichosa, nos lleva hasta esa finca de la provincia de Guadalajara donde, como nos dijo Jesús Marchamalo en la presentación de Hierro fumando —el último libro editado de la colección que junto a las ilustraciones de Antonio Santos publica Nórdica Libros—. En ese terreno casi onírico hoy en día, es donde José Hierro plantaba, entre otras cosas, sus vides, y donde también fabricaba su propio vino que luego se bebía con sus amigos. Tierra errática y pedregosa que, sin embargo, se abre camino para ofrecernos una naturaleza distinta como es la del vino. En la contraportada de la misma, con mucho acierto, han recogido su poema Vino de crianza.
Dejadme que repose aquí, en mi
cuna,
de roble o de cristal, estoy
cansado.
Para llegar hasta donde he
llegado
sudé de sol a sol, de luna a luna.
Robé la claridad sumido en una
raíz de sombra. “El robo que he
robado”
lo hice oro y sudé, transfigurado
por la sabiduría y la Fortuna.
Terminé mi tarea. Ahora descansa
en la sombra mi cuerpo, en ella
amansa
el hervor jovencísimo de antaño.
Pero los dioses nunca mueren,
juro
que respiro. Y espero muy seguro
de mi resurrección al tercer año.
Para mi finalizar dejo por aquí mi contribución a esta magnífica publicación con la que conseguí el Tercer Premio del Concurso de Microrrelatos de La Bodeguita de San Segundo. Se titula, El abrebotellas.
Tras tu inesperada revelación te miré sin saber qué hacer. Y, tampoco, cómo actuaría a la hora de cumplir nuestras funestas promesas. Admito que tu profesión de sommelier me tenía obnubilada, igual que la forma en la que descorchaste aquella botella de vino en la taberna en la que conocimos. Desde aquel día permanecí hipnotizada por la singularidad del artilugio que inventaste. Es infalible, me dijiste, mientras nos amábamos y jurábamos cumplir nuestras funestas promesas. Funestas promesas que ya no esperan una recompensa a mi singular forma de demostrarte mi amor, como tú sí hacías cuando jugabas con tu arma asesina por todo mi cuerpo. La diferencia estriba en que tú, entonces, solo deseabas prolongar mi placer, y yo ahora, solo espero a que te mueras, porque esa es la única forma a mi alcance de extraerte el abrebotellas que tú concebiste para excitarme y, con el que yo, sin embargo, cumplí la otra parte de nuestras funestas promesas.
Ángel Silvelo Gabriel.
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