La vida, en ocasiones, se nos presenta como un fogonazo que nos deslumbra o nos destruye. Ambas, sensaciones que nos marcan y nos delatan ante los demás y descubren esa parte de nosotros mismos a la que nunca nos atrevemos a mirar. Manuel Moya lo sabe, porque en Dientes de perro nos retrata la vida con palabras que deambulan entre el asombro y la zozobra. Una elección que no es baladí si pensamos que las dos forman parte de las características que todo microrrelato debe poseer. Unos textos mínimos, los que nos propone Moya, que no se pueden permitir la opción de fingir o engañar, porque su mensaje es otro: una misiva que se asemeja a la flecha que va de forma certera en busca del corazón, como muy bien nos apunta al inicio del libro en su, Curso de lectura de Microrrelatos, con el que abre la espita de esta nueva muestra de su capacidad creativa que va a medio camino entre el prólogo y la metaliteratura más poética. Una definición de su imaginación que nos sirve de santo y seña de lo que más adelante nos encontraremos como lectores. Pruebas de su fina forma de mirar el mundo y la vida. Un mundo y una vida en la que todo tiene su porqué o su espacio, pues sus textos se mueven entre la capacidad poética intrínseca al amor, el más depurado cinismo, o la más aplastante denuncia.
Si hay una particularidad que destaca en cada una las ciento quince piezas que componen Dientes de perro es el uso de la brevedad a la hora de resaltar el margen de la realidad que nos condena al absurdo. Una técnica que el escritor onubense emplea para hacer crítica social: Sísifo o Ceguera; o existencial: Postal desde Atenas. Propuestas que tampoco dejan de lado tanto las referencias bíblicas como las que están más pegadas al día a día y al recorrido por los recuerdos: La maleta roja. Lo que no impide al autor proponernos algunos microrrelatos que son meras anécdotas o apuntes sin la menor intención de hacernos reflexionar, sino que más bien son el reflejo de razones estilísticas que van más allá de la brevedad para convertirse en textos disruptivos respecto al resto, lo que convierte al conjunto en un caleidoscopio de intenciones literarias distópicas, oníricas y multidisciplinares sin otra medida que la del propio desconcierto que toda pieza mínima como es el microrrelato debe asumir como propia.
Más allá del puro estilismo literario, en Dientes de perro también existe el juego. Aquel que Manuel Moya nos propone cuando nos presenta la misma historia con el mismo título o con una denominación y final diferente, logrando con ello un efecto vaivén que nos habla de la capacidad rupturista de la literatura y de su fragilidad estilística y temporal, dependiendo del momento y el lugar en el que el escritor aborde un mismo tema. Algo parecido ocurre en sus microrrelatos-postales, microrrelatos-cuentos infantiles... distribuidos a lo largo del libro; un tipo de viaje en forma de sinopsis espacio-temporal que le sirve a Moya, para entre otras cosas, realizar un enmarque geográfico a sus historias y recuerdos: Nápoles, Atenas, Medellín, La Habana, Pulgarcito, Caperucita… Pero sin duda, la genialidad de estas historias mínimas se esconden en sus micros poéticos, donde todo se sugiere y resplandece en apenas unas pocas palabras, como por ejemplo sucede en El mar: «Entonces ella se tumbó conmigo y me regaló el mar»; una magnífico ejercicio estilístico del poder que ejercen sobre nuestra imaginación los microrrelatos bien concebidos y expresados. Como, del mismo modo, dejan patente las huellas de identidad de todo texto mínimo aquellos que se definen por su final sorpresivo. Un recurso efectista que tiene Andenes, donde Moya encaja a la perfección en el texto esta característica que forma parte del famoso decálogo de los microrrelatos.
En definitiva, Manuel Moya nos vuelve a sorprender por su capacidad creativa e imaginativa con las que nos muestra la vida tal y como es, o tal y como la vemos, o tal y como la interpretamos o la reinterpretamos, porque sus Dientes de perro, que estallan ante nuestros ojos como pequeños artefactos al ser leídos, están llenos de palabras que deambulan entre el asombro y la zozobra.
Ángel
Silvelo Gabriel
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