La sempiterna lucha entre el ser y el no ser. La invocación de esa imagen propia que tenemos dentro de nuestra mente, pero que nunca se hace realidad. Por imposible. Inútil. U onírica. Esclavo demiurgo de la vida que se escapa de nuestras manos como el agua cristalina de un manantial. De esa incompleta transparencia nacen los versos de Elizabeth Siddall, que tal y como suscribe Eva Gallud en la introducción de su Obra completa, con casi total seguridad los escribió cuando estaba enferma y su estado de salud no le permitía pintar. Una obra poética que partió de su devoción por la fuerza de un poema de Alfred Tennyson, lo que le llevó a explorar la belleza oculta de la poesía. Y, que en su caso, se tradujo en poemas nacidos de un final, el propio. Poemas que tienen el eco de un largo salmo de despedida. Poemas donde se dan la mano la soledad, el ostracismo, la enfermedad, el desamor, el olvido o la ira. Poemas a los que ella contrapuso la fuerza y la luz de la creatividad y la rebeldía. Rebelde con causa por anticiparse a muchas mujeres artistas que años más tarde reivindicaron su figura. En este sentido, podríamos expresar que Elizabeth Siddall se asemeja al junco que durante el día es cortejado por el viento que visita el lago cada día, pero que al caer la tarde, yace en la desesperanza de una soledad nunca buscada. Soledad a la que ella quiso dar la vuelta a través del amor. Amor sincero. Carnal. Y bello, por ser ansiado con la mayor de las purezas. Amor que sucumbió cuando nadie la vio como ella sí lo hizo en su autorretrato en el que nos muestra el mundo interior, no de Elizabeth, sino de Lizzie. Un mundo masacrado por la depresión y la fealdad que ésta le provocaba. La imagen de una mujer real que quería luchar por ser alguien por sí misma. Una mujer que se buscaba lejos de la faceta de modelo a la que los hombres la constriñeron. Hombres que la idealizaron y la condenaron al ostracismo.
A Elizabeth Siddall siempre se la recordará como la Ofelia de Millais. Suspendida en las transparentes aguas del lago. Inerte. Con un semblante de inigualable belleza. Sin embargo, la faceta artística de Siddall es mucho más compleja como nos demuestran sus sencillos versos. Versos que componen poemas que nos hablan del amor perdido: «No es un año de anhelo/ lo que nos separa, ni un día/ pero las hojas verdes me rozan la mejilla,/ Cristo querido, este mes de mayo/ ¿quién puede tomar su primer amor/ y como antes besarlo?». Poemas que muestran su constante súplica ante Dios y su incertidumbre ante su encuentro con la muerte: «Señor, no sabemos cómo/ será esto: Buen Señor,/ ponemos nuestra fe en ti./ ¡Oh, Dios, acuérdate de mí!». Poemas que también nacen a la luz de la pasión. Pasión no correspondida y que lucha contra su aciago destino: «Ayude el Cielo a mi corazón ingenuo/ que no predijo el paso del tiempo,/ que arrancó a mi ídolo de su podio/ y convirtió en ruinas su templo.»
Elizabeth Siddall, mujer antes que musa. Artista antes que costurera. Pintora y poeta antes que hada… Poeta que nos narra la vida y sus reversos. La vida y el contraste entre lo soñado y lo vivido. La vida como un largo salmo de despedida.
Ángel Silvelo Gabriel.
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