Explorar el lado mágico de la vida para llevarlo en la práctica a lo cotidiano. A esa versión de nosotros mismos contra la que luchamos día a día por ser una mala copia de aquello que soñamos, anhelamos o perseguimos. Porque al final somos el resultado combinado de nuestros deseos no consumados y de las realidades con las que convivimos. Esa distancia que separa a la vida del sueño es la que recorre la escritora neozelandesa Katherine Mansfield en esta amplia colección de poemas que lleva el título de La criatura terrestre y otros poemas. Un legado donde se dan la mano los mitos y las leyendas, las hadas y los niños. Un sinfín de versos que conjugan la rebeldía de una mujer contra el mundo y sus circunstancias. Adversas circunstancias cabría decir por la cronología de su vida y sus contratiempos. Los poemas de Mansfield nacen de esa rebeldía frente a la época que le ha tocado vivir. Frente a sus amantes. Frente a su frágil salud. O frente a su caótica situación económica. La prisa del artista es la daga de su obra, pues no siempre una se salva de la sentencia de la otra. Entre viaje y viaje. Entre ciudad y ciudad. Así, de esa nacimiento nómada, la escritora neozelandesa va haciendo crecer su obra donde su yo poético se asimila con la figura del pájaro. Metáfora que busca una libertad no siempre bien resuelta y, que en demasiadas ocasiones, acaba como la muestra de su vulnerabilidad. Voluntad dilapidada en la indeterminación de un espíritu atormentado por el amor y su necesidad de encuentro con una felicidad que persiguió desde su adolescencia en el Queen’s College de Londres.
Nada dejó de lado Katherine Mansfield en su obra poética. Exploró las raíces de lo genial y lo triste tanto o más que la incertidumbre que desdeña de la caricatura de uno mismo. De ahí, que en sus poemas oscile de lo infantil a lo macabro. De la nostalgia a la ironía. De la mueca a la reivindicación. O del amor al fracaso. Una obra poética que exploró siempre el lado más sensual de la experiencia humana que trata de llevarnos a un espacio y a un tiempo en el que llegar a conocernos mejor; a trasladar a la realidad la conjetura de los sueños que necesitan una vía de salida, y que ella explora contraponiendo la alegría a la tristeza, el pasado con el presente, o lo estético con lo político. Todas ellas, muestras de su ímpetu vital que sólo decayó los últimos meses de su vida cuando su cuerpo no pudo sobreponerse a la enfermedad. Poemas donde aparece la figura del infante que se ensalza como la división entre la realidad y el mito. Una especie de mito que ella denomina como «niño cambiado». De ese tránsito literario y vital surge el deseo de ser una mujer nueva. Una mujer que Virginia Woolf definió así: «Desdibujado fantasma de ojos fijos, labios burlones, y al final, la corona clavada en su pelo». Una criatura terrestre que deambuló tras la soledad y la incomprensión, pero que siempre persiguió un sentido de la aventura que la alejara del odio (su emoción favorita) y la acercara a Dickens o Wilde como mejor forma de expresar su pronunciado sentido literario entre lo mágico y lo cotidiano.
El pájaro herido(*)
En el amplio lecho
bajo la colcha verde bordada
con flores y hojas que siempre parecen
estremecerse
ella es como un pájaro herido que
descansa en un remanso.
El cazador disparó su dardo
y la alcanzó en el pecho,
provocó una herida, mas no la
muerte.
Ay, alas mías, alzadme —
¡alzadme!
¡No estoy horriblemente herida!
Cayó y permaneció quieta.
Llegaron al borde del remanso
gentes amables con cestas
«¡Sin duda lo que el pobre pájaro
quiere es comida!».
Sus petates y bolsillos se
henchían casi hasta reventar
de migajas de la cena y sobras
del almuerzo de los sirvientes.
¡Ay, cuánto les complacía dar algo de verdad!
«Antes, ¿sabes?, ¿sabes?, no
hacías más que huir volando
rara vez venías al alféizar, rara
vez
compartías las deliciosas migas
arrojadas al jardín.
Aquí tienes un delicado fragmento
y aquí una exquisitez
que sigue como nueva. Y aquí
tienes un pedazo de puro deleite
y tarta y pan y pan y pan y pan».
De noche — en el amplio lecho
con las hojas y las flores
flameando suavemente en la
oscuridad
ella es como un pájaro herido que
descansa en un remanso.
Con gran timidez saca la cabeza
de debajo del ala.
En el cielo hay dos estrellas
Que brillan y flotan —
Ay, aguas — ¡no me cubráis!
¡Miraría tanto tiempo esas
hermosas estrellas!
Ay, alas mías —alzadme— ¡alzadme!
No estoy tan terriblemente herida…
(*) Poema El pájaro herido, de Katherine Mansfield.
Ángel Silvelo Gabriel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario