sábado, 26 de octubre de 2024

PEGGY GUGGENHEIM, CONFESIONES DE UNA ADICTA AL ARTE: EL ESQUELETO DE UN TREPIDANTE TRAVELLING VITAL


 

El tiempo pasa a gran velocidad y, más, si no nos paramos a contemplarlo. Algo que, por ejemplo, le ocurrió a Peggy Guggenheim tal y como nos narra en este recorrido por el mundo del arte del siglo XX que entremezcla la autobiografía, las memorias y el diario sin apenas darnos cuenta. De lo lejano a lo cercano, de lo íntimo a lo social, o de lo abstracto a lo realista. Ella nos esboza su vida dedicada al arte en capítulos, aunque más bien cabría decir que en cada punto y aparte de cada capítulo, porque la azarosa vida de la norteamericana está tan repleta de acontecimientos que nos recuerdan a las piezas de un puzle, donde cada personaje que entra en su vida es una ficha del mismo. Muchas piezas que, en sí mismas no valen nada, pero que también sin cada una de ellas nunca tendríamos ni la amalgama de sensaciones que recrean ni el dibujo completo de su existencia. Atrevida y a veces descarada, cosmopolita sin ser excluyente, o mordaz alternando dosis de cariño, su estrategia vital-literaria se desarrolla a través de una prosa ágil, dinámica y divertida. Peggy nos narra su vida con un desapego que la hace encantadora, pues nada se salva de su juicio y ternura. Todo lo narra como si estuviese dando forma a una gran escultura, cuyo resultado final es el esqueleto final de un trepidante travelling vital, en el que su talento para mostrarnos las obras de los artistas que al inicio del siglo XX supieron romper con todo lo anterior, la convirtieron no sólo en un mecenas de casi todos ellos, sino en una galerista con una mirada muy especial hacia el arte, pues gracias a ella se difundieron con más amplitud las obras de los artistas que coparon todos los ismos artísticos de principios y mediados del siglo  pasado. Artistas que ayudó a afianzar o a descubrir no sin esfuerzo y una generosa inversión económica. Artistas, entre los que quizá, Jackson Pollock sea su gran hallazgo, tal y como la propia Peggy nos va descubriendo a lo largo del libro. Un hallazgo del que se encontraba muy satisfecha, a pesar de los vaivenes personales que mantuvieron entre ambos hasta la muerte del pintor. 

Confesiones de una adicta al arte, es precisamente eso, una descripción continua y constante de las múltiples exposiciones, viajes y relaciones de amistad y amorosas de una mujer que concibió la vida como un cúmulo de sensaciones que siempre exploraban la escala más alta de su particular sinfonía existencial, porque nunca se conformó con menos. Su temperamento la condujo a situaciones únicas y lugares exóticos como su viaje a la India o Ceilán, donde recaló en la isla de Taprobane. Una isla que, el escritor norteamericano Paul Bowles, incansable viajero compró, y en la que no le importó mojarse en culo en las aguas del Indico con tal de llegar a ella. Sin embargo, su carácter de exploradora de nuevas sensaciones y experiencias, le llevó a abandonar pronto los EE.UU. y hacer de Londres y, sobre todo París, su casa, hasta que descubrió Venecia y cayó rendida a sus encantos, lo que no le ocurrió, por ejemplo, con la burocracia italiana y las múltiples trabas que le pusieron para llevar sus obras desde Nueva York a Italia. En este sentido, La Bienal fue su plataforma más influyente de cara a poder contar con un museo permanente en el que poder exhibir su extenso catálogo de obras de arte. Un empeño que por fin consiguió llevar a cabo en el palacio Vernier de los Leones sobre el Gran Canal de Venecia, actual Museo Peggy Guggenheim. Un espacio al que siempre se mostró fiel y en el que viviría treinta años. Un enclave donde su legado sigue vivo bajo la dirección de su nieta Karol Veil, y en cuyo jardín descansan sus restos mortales bajo una lápida en la que se lee: «Aquí yace Peggy Guggenheim. 1898-1979», y junto a ella, otra, que tiene grabada la siguiente inscripción: «Aquí yacen mis amados bebés» con los nombres, fecha de nacimiento y de defunción de los 14 perros que tuvo a lo largo de su vida. 

Peggy Guggenheim en Confesiones de una adicta al arte, se muestra a sí misma como una fiel representante de un mundo que ya no existe, porque entre otras cosas, tal y como nos dice al final de este libro, no puede comprar obras de arte por su elevado coste económico, algo que ella sí puedo hacer con anterioridad. Un mundo del arte que, como ella lo concibió, dejó de existir para comportarse como un mero valor bursátil más, ya que muchos de los compradores de arte hoy en día se limitan a almacenar sus grandes adquisiciones en una caja fuerte esperando a que suba su cotización en el mercado financiero. 

Ángel Silvelo Gabriel.

jueves, 17 de octubre de 2024

RICARDO MARTÍNEZ-CONDE, VA AMANECIENDO: EL SILENCIO, UNA FORMA DE HABITAR EL MUNDO

 


El universo, aquel que va desde la Tierra al cielo o desde la luna al infinito, se congela cuando en él reina el silencio, pues no hay una mejor forma de habitar el mundo. Aquel que contiene vidas, sensaciones, pero sobre todo dudas ante el pasado, el presente o el futuro. El silencio es el narrador de las múltiples experiencias la efímera existencia que habitamos. El silencio como metáfora de la vida, el amor y el paso del tiempo: «No ha sido en vano. El amor/ (que nació en silencio) quedó/ prendido en un pliegue inadvertido;/ un truco ingenuo del cielo/ entre ella y yo». Amor que permanece del alba al ocaso y se pregunta a dónde va. En Va amaneciendo, Ricardo Martínez-Conde emprende un camino, el de la discordia consigo mismo, con la luna, el mar y la naturaleza. Todo parece condenado a habitar en una sombra: «¿Más allá no hay tiempo? Pero sí/ la sombra; es mejor suponer». Y de ese suponer la duda reina en lo más angosto del camino, porque mira hacia el pasado y a la quietud del tiempo. Ese observar el pasado que ahora nos conduce a la nada, o como nos dice el poeta: «A la sombra como el revés del tiempo». De ahí nace el yo poético más sincero, porque nace de las entrañas y no de la sabiduría: «No lo sé, en verdad/ Sólo sé que mañana es Invierno/ (tal vez hoy, por lo que parecen decir/ el gorrión y la hoja que tirita)/ Aparenta ajena, como casi siempre, esa/ revelación de la realidad que esperamos;/ se resiste a decir el nombre, el lugar:/ su argumento de vida/  No lo sé, en verdad/ No lo sé por mí/ (creo saberlo desde mí). 

Como nos dice Alfredo Ovilo en la introducción: «Nadie busque ritmo o rima fáciles, ni la voz de la razón o sombras de realidad (o de vigilia) en estas páginas: caminan por un sueño efímero al que hay que dejarse arrastrar por una atracción que no explican sus palabras, impregnadas de memoria, como si cada una fuera la llave de un secreto que apela a la noche, al origen, a lo humano y sus ceremonias, a lo natural, y también a la nada (que es la soledad).» Una soledad rodeada de naturaleza a través de árboles, pájaros, y mar, sobre todo ese mar y sus olas que, con su movimiento, nos anuncian que son un trasunto del tiempo y la soledad: «Y el mar… Posar el pie desnudo/ en la arena, esperar la ola liberada ya del peso/ de la significación mas guardando,/ como ha de ser, el sentido del mar/ Tal como le ha de suceder–camino hacia la Nada/ al hombre que se aleja.» Ese hombre que se aleja hacia la Nada nos lleva de la vereda donde se dan la mano los dioses perdidos, sean éstos los que sean, porque no hay mayor verdad que la sostenida por la observación de la realidad y su proximidad a la extrañeza o la duda: «El que observa busca un fin», sea éste el que sea. Quizá, por todo ello, la voz poética se pregunta: «¿Qué será mañana?», por mucho que nos sumerjamos en el silencio como forma de habitar el mundo. 

«Sería necesario tener un corazón de verdad,

a la altura de las rocas, para decir con propiedad

qué se espera cuando la luz muere y

se extiende el silencio.»

 

Ángel Silvelo Gabriel.

martes, 15 de octubre de 2024

PAUL AUSTER, BAUMGARTNER: LA SOLEDAD DEL TIEMPO

 



El tiempo, en ocasiones, se convierte en una balsa sobre la que flotar a través de los recuerdos. El pasado visto de esta forma es un remansiño de paz que busca lo que otrora nos hizo felices y, por ello, regresamos a él en busca de aquellos acontecimientos en principio triviales y que sin embargo reposan en nuestra memoria de una forma indeleble. Y si lo hacemos es para alzarlos a la categoría de mitos. Mitos de una vida trazada con mano temblorosa, lo que no impide que los veamos con firmeza o los hayamos experimentado con la fuerza más poderosa del mundo. En este sentido, la literatura es una buena forma de trabajar el tiempo. La soledad del tiempo podríamos decir si nos acercamos a la última novela que Paul Auster publicó antes de morir. Esta elegía sobre Anna, la esposa fallecida del protagonista, le sirve al autor para desdoblarse en dos: lo que fue y lo que ha sido. De ahí, que Paul Auster sea Baumgartner, y Baumgartner Paul Auster, en una sucesión ilimitada de giros, experiencias y vicisitudes cotidianas que de una u otra forma siempre nos llevan hasta el azar o, mejor dicho, a la importancia del azar en nuestras vidas, y más, en la biografía literaria del escritor norteamericano como nos demuestra al inicio y al final de esta novela. Un contrapunto de la sociedad actual en la que muchos se creen inmortales cuando, sin ser conscientes de ello, una ligera brisa puede acabar con sus vidas y borrar de su espíritu la voluntad del junco de volver siempre al lugar y forma iniciales. Nuestra capacidad, por tanto, de volver a ser aquello que fuimos nos es extirpada desde el instante que nacemos, salvo claro está, que volvamos a hacerlo a través de los recuerdos. Auster, en esta ocasión, lo intenta mediante los textos intercalados de la mujer de su protagonista, Anna, lo que le sirve al autor para hablar de sí mismo a través del otro. Un estilo indirecto con el que quiere marcar una distancia entre el pasado y el presente. Un presente, sin embargo, impregnado del pasado. Ese mirar atrás y el regreso a su juventud y, la intrínseca necesidad de recuperar la felicidad que un día se tuvo, nos hablan de un final, un final tranquilo que convierte a esta novela en un largo epitafio literario que lucha contra la soledad del tiempo. Una actitud de estar en la vida que Sam Shepard expresa de una forma brillante en la que también fue su última novela, Espía de la primera persona: «Hay momentos en que no puedo evitar pensar en el pasado. Sé que es en el presente donde hay que estar. Siempre ha sido el sitio en el que estar. Sé que gente muy sabia me ha recomendado permanecer en el presente el mayor tiempo posible, pero a veces el pasado se presenta sin previo aviso. El pasado no aparece por completo. Siempre reaparece por partes.» Y, Baumgartner, es el despiece de una vida por partes. 

Baumgartner también representa el amor y el apego hacia la persona amada que va más allá de nuestro efímero cuerpo. El amor, como parte esencial de eso que denominamos alma. Alma como expresión inmaterial de la esencia de cada ser humano. Ahí es donde Baumgartner es más vulnerable ante la ausencia de su esposa muerta. De ahí, que la importancia del amor en esta historia le sirva a Baumgartner (Auster) como lírico homenaje a su esposa Anna (Siri). Un homenaje que él convierte desde el principio en palabras que adquieren el formato de textos, notas y últimas intenciones del escritor hacia la esposa desaparecida; palabras que tienen en común una misma piedra de toque: la necesidad de expresar el amor infinito hacia la persona que ya no está y sin embargo sigue marcando el rumbo de nuestra vida. En ese camino entre, deambulante y sinuoso, el protagonista de esta novela divaga y retrocede sobre sí mismo: «Qué escritor o artista no vive en ese territorio cambiante entre la autoestima y el desprecio de sí mismo», nos dice cuando nos habla acerca de por qué no se le había ocurrido antes publicar los poemas de Anna. Una muestra más de que ella, sin duda, es el timón de esta narración y la heroína de una historia de redención y gloria, porque al final todos expresamos la necesidad de salvarnos por muy metidos que estemos en la sima de la vida y, quizá, no halla mejor forma de hacerlo que a través del amor. De este modo, la forma de narrar de Auster sobre Anna es una demostración de la sublimación hacia el otro cuando el tiempo nos deposita en el instante final. Un tiempo en el que ya no cabe la posibilidad de la duda, aunque sí de volver a vivir envuelto en una felicidad verdadera. Felicidad desde el dolor y la proximidad de la muerte, lo que la convierte en auténtica. 

Algo parecido, pero desde un punto menos emotivo, pero no menos intenso, es la reflexión que sobre el tiempo, la vida y el azar hace Auster a través de los recuerdos que, en principio, nacen de situaciones intrascendentes y, sin embargo, nunca se olvidan como, por ejemplo, la que nos narra acerca de la niña que un día vio en el tren, o el niño del metro de París. Una nueva demostración de ese azar, tan presente en nuestras vidas, que nos castiga y premia a partes iguales sin que seamos conscientes de ello hasta que se nos presenta delante de nosotros y no nos deja decidir. Un azar que podríamos expresar que es contrario a la memoria y que, en esta novela, Auster la trae a colación cuando nos habla de sus historias familiares con su padre, madre y hermana. Todas ellas encaminadas a dibujar ese perfil humano del que se despide. Una narración de los inicios vitales que se transforma en una manifestación contraria a la soledad y la vejez que él experimenta y explora en esta tranquila despedida sin otra pretensión que el ajuste de cuentas con la soledad del tiempo. Una despedida donde la literatura se nos presenta como la última posibilidad de la esperanza. 

Ángel Silvelo Gabriel.

miércoles, 2 de octubre de 2024

KENZABURO OÉ, LA PRESA: ADOLESCENCIA, LIBERTAD Y MUERTE

 


El ansia de exploración en la adolescencia es el mayor aliado de las nuevas experiencias. Figuras virtuales que, cuando traspasan la mera anécdota, se convierten en trágicas en el instante que son las protagonistas de situaciones no previstas o deseadas en la calidez y candidez de una persona inmadura. Algo parecido es lo que le ocurre al protagonista de esta historia cuando se ve inmerso en un juego que le domina el espíritu, sobre todo, cuando quiere elevar sus experiencias a la categoría de mito. Un mito alegórico que deja de serlo en el momento en el que debe enfrentarse a la más pura e inoportuna realidad, donde el encuentro con el otro (otro totalmente distinto a lo conocido), trasciende en un manantial de sensaciones nunca antes vividas. De esta forma, Kenzaburo Oé, en su novela corta, La presa, nos propone una sucesión de realidades y contratiempos que, a él, le sirven para hacernos reflexionar sobre el rechazo al extranjero, o a lo desconocido, por el simple hecho de ser diferente. La localización de esta historia en la guerra del Pacífico le permite al escritor japonés situar a su protagonista en una aldea perdida en mitad de un bosque donde la naturaleza es la verdadera dueña de las vidas de unos seres humanos aislados del mundo. De ahí, que el avión norteamericano que cae en el bosque se nos presente como el antagónico a esa civilización milenaria. El choque entre ambos mundos dará pie a las distintas fases que experimentamos ante lo desconocido: el miedo y la desconfianza, la aceptación y la cercanía, y la imposición de una trágica realidad que viene marcada más allá de los límites de ese mundo subterráneo y aislado que se nos presenta. Con matices que nos recuerdan al libro de William Golding, El señor de las moscas, en el que también se describe la tiranía de unos chicos que confunde la libertad con la muerte, nos invita a revisitar el trinomio: adolescencia, libertad y muerte desde la inicial inocencia de un niño, hasta el abrupto y trágico enfrentamiento con la edad adulta de su protagonista (a su vez narrador de esta novela). Una novela escrita con intensidad y lirismo, ambas características de la técnica narrativa del escritor japonés que, en este caso, trata de revisitar las consecuencias que para él y el resto de la humanidad tuvieron los lanzamientos de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. De ese desconocimiento del que nos habla aquí, es de donde surge el miedo que llevó al ser humano a renegar de sí mismo para aniquilarse como nunca antes lo había hecho. Esta singular forma de llegar desde lo particular a lo general, convierten a La presa en un magnífico ejemplo del odio con el que se cubre el cotidiano día a día de la humanidad, siempre más preocupada en defender lo suyo que en llegar a un acuerdo con el otro. 

La presa nos muestra lo peligroso que es convertir en dogma las ideas que exploran mitos erróneos basados en viejos planteamientos de dioses caídos, por mucho que quieran mostrarnos el ímpetu que guarda la relación entre adolescencia, libertad y muerte. 

Ángel Silvelo Gabriel.