El otro día, mi chica me dijo que cuando haría algún comentario de mi vida cotidiana, sin necesidad de recurrir a una película, un libro o una exposición, que para eso se utilizaban los blogs. La verdad es que la idea del blog, aparte de obligarme a escribir algo no profesional o cotidiano, era escribir sobre lo poco o mucho que yo disfrutraba del ámbito cultural que nos ofrece una ciudad como Madrid. De ahí, que no se me ocurriera comentar cuestiones personales. En este sentido, debo decir, que yo no leo blogs ni sigo ninguno en particular, pero hace unos días, estuve cotilleando un poco en el blog que Alaska y Mario tienen en Libertad Digital, y en su caso, lo que hacen es escribirse el uno al otro sobre las actividades que van realizando en el día a día que no comparten por sus múltiples compromisos profesionales, y en el que tampoco faltan alusiones y referencias a su particular mundo cultural, musical, etc. En mi caso, ésta, es una faceta de la que carezco ya que mi mundo profesional es de lo más aburrido, y de ahí, que éste sea uno de los motivos que me lleven a explorar otras atividades para nada relacionadas con el mismo. Además, debo confesar que mi vida diaria es de lo más aburrida. Dicho todo ésto, paso a comentar el título de la entrada.
El pasado domingo 22 de marzo, mi chica se levantó con la percepción de que los centros comerciales e hipermercados estaban abiertos, en base a no se qué intuición femenina, lo que nos llevó a encaminar nuestros pasos hasta el IKEA de San Sebastián de los Reyes en busca de un sillón de lectura para el salón. Después de nuestro madrugón, comprobamos como no podía ser de otra manera, que estaba cerrado y bien cerrado. Una vez puestos en la calle a eso de las diez de la mañana, regresamos hasta Madrid, y le propuse en contraprestación dar un paseo por el centro de la ciudad, dado el buen día que hacía. Dejamos el coche cerca de la Plaza de la Independencia y bajamos andando hasta el Paseo del Prado (siempre repleto de turistas) y dimos con el Caixa Fórum y la exposición que había en sus alrededores de siete esculturas de Rodin (El Pensador y Los burgueses de Calais). Entre un numeroso e inusitado público, que no paraba de disparar sus flases sobre las esculturas, fuimos viendo las propuestas de Rodin. Lo que más me impresionó, fueron las grandes manos y pies de alguna de las figuras y la fuerza que expresaban. Los burgueses de Calais representan la entrega de las llaves de la ciudad al enemigo británico en la Guerra de los Cien Años, y cada una de ellas, nos transmite un sentimiento que trata de encubrir el de la derrota. La peculiaridad de las mismas, es que fueron concebidas como figuras desnudas a las que posteriormente se les añaden los ropajes.
Sobre un alto pedestal, se encontraba El pensador, sin duda, una de sus esculturas más famosas. De ahí, que tuviera más miradores fotográficos captando su majestuosidad llena de una fuerza estática. Yo no pude abstraerme de los recuerdos que estas esculturas tienen en mi pequeña biografía. Hace ya algunos años, tuve la fortuna de ir con mi chica a París, y así, realizar uno de nuestros viajes iniciáticos. Entre la luz, el romanticismo y la majestuosidad de la ciudad, pudimos contemplar las obras que hay en el Museo Rodin, y que sin duda, dan una visión más global del autor, sobre todo, aquellas esculpidas directamente sobre la piedra o el mármol. Masas a las que Rodin y sus ayudantes extrajeron el alma que poesían dentro de ellas (tal y como expresan los que entienden de arte).
Por último, decir que Rodin también me arrastra al recuerdo de Camille Claudel y la película que lleva su nombre (La pasión de Camille Caludel), donde como suele suceder muy habitualmente, la majestuosidad del artista declina en la barbarie de la persona.
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