martes, 22 de junio de 2010

JOSÉ SARAMAGO Y EL PODER DE LAS PALABRAS


Saramago nació en el pequeño pueblo de Azinhaga, cercano a Lisboa. En el seno de una familia humilde, un lugar del que siempre recuerda la calidad humana de su familia y vecinos, y donde seguramente fue consciente de dos cosas: una, que la vida es lo suficientemente importante para no dejarla pasar, y como él le decía al narrador y poeta portugués José Luis Peixoto: “esperemos ser capaces de no apartarnos de lo esencial, la vida, la vida. La vida, José”; y la segunda, que no hay nada más seductor que el poder de las palabras, una tras otra, creando una secuencia de ideas con las que intentar cambiar el mundo, ese sueño que siempre rodea a los creadores.

También debió pensar que no había nada más cercano y asequible que un lápiz y un papel para poder expresar todo aquello que observaba (se compró su primer libro a los diecinueve años con dinero prestado) como captador de todo aquello que sucedía a su alrededor. Empezó probando con la poesía, pero pronto se dio cuenta que ese no era su verdadero vehículo de transmisión.

El resto es historia, desde su primera novela Tierra de pecado (1947) hasta la última Caín (2009), un legado que por encima de la polémica que suscita su contenido, es eclipsado por él, el eterno rebelde que siempre tuvo el afán de hacernos pensar y replantearnos la existencia que nos estamos dando. Dotando a su literatura de grandes dosis de filosofía y existencialismo no exento de una prosa cuidada, cargada de barroquismo a veces, y que paulatinamente fue derivando en la desnudez de lo sencillo y esencial como el paisaje de su casa de Tías Lanzarote, un espacio que simboliza el inicio o final de la existencia y en el que Saramago de una forma consciente quiso pasar los últimos años de su vida junto a su compañera Pilar del Río.

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