domingo, 18 de marzo de 2012

IRÈNE NÉMIROVSKY, EL VINO DE LA SOLEDAD: EL ACANTILADO DE LOS SENTIMIENTOS.

La frialdad con la que Némirovsky (Elena en la novela) mira hacia su pasado nos deja helados, y si no fuera porque lo hace con esas señas de identidad tan suyas (donde los recuerdos parecen teñidos de grandes dosis de ensoñación), caeríamos en el más profundo de los pozos de la desesperación. Esta gran escritora rusa, una vez más, lo consigue todo sin aparentemente darnos nada, y ahí está su grandeza, en mostrarnos la vida con una sencillez vestida de genialidad que nos atrapa la atención y el corazón desde la primera línea. Qué capacidad tan magistral y asombrosa tiene esta escritora para envolvernos en el corazón de sus personajes y dibujarnos su entorno, que en este caso inicia su desgraciado periplo en su Ucrania natal, donde el viento del atardecer es como un duende en un bosque mágico, porque nos lleva y nos embauca para caer rendidos ante el magnetismo de su prosa; una forma de escribir que nos invita a buscarla en el baúl de la vida más intensa y voraz, donde los sentimientos no juegan sino un papel cuya intensidad nos turba el ánimo.
En esta ocasión, y bajo un gran título (El vino de la soledad), Némirovsky se detiene en mostrarnos la infancia, adolescencia y primera juventud de una niña que se hace mujer. En esta novela nada es baladí, pues estamos ante la obra más autobiográfica de la escritora rusa, que nos muestra el camino vital donde se forja una persona, con todo lo bueno y todo lo malo que hay en el transcurrir de nuestros días. Aquí, la soledad de una niña, se torna en secuestro de afectos y sueños por parte de sus progenitores, que a su vez, se encuentran perdidos entre el egoísmo insensato de la madre y la cercanía torpe de un padre que se bebe la vida a grandes tragos. En este sentido, en esta novela no sólo salen magistralmente retratados todos los personajes (Elena, Bella, Boris, Max, Mademoiselle Rose), sino que también asistimos de la mano de Némirovsky, a la visualización de esa época tan convulsa en la historia de la humanidad que fueron las dos primeras décadas del siglo XX. Esa torpe inocencia del instante presente y su disfrute como si fuera un cohete de fuegos artificiales, no les deja mirar al futuro, ni tan poco les deja mira atrás, pues cualquier tiempo pasado fue peor, lo que nos lleva a navegar en un presente siempre incierto. Los toboganes y vaivenes del padre de Elena (Boris Karol) son un magnífico ejemplo de las convulsiones políticas y económicas que retratan el principio de siglo, que aquí parecen magníficamente reflejadas bajo el prisma de una familia judía (siempre nómada) que son tan desafortunados que sólo tienen dinero.

La relación entre madre e hija (un leitmotiv que se repite en las novelas de Némirovsky) aparece aquí con una crudeza que nos invita a preguntarnos una y otra vez por qué. La sensación de que hay personas que dejan pasar su vida sin hacer nada, se acrecenta en este juego de celos y egoísmos inerte que tiene como resultado el odio de una hija (inteligente) hacia una madre (profundamente idiota), lo que la lleva a tener que refugiarse en una institutriz francesa que le dará un cariño, una atención y una educación refinada. Sentimientos y actitudes diametralmente opuestas a la que le ofrecen y poseen su familia. La destreza de carácter de Elena (pura supervivencia) se deja entrever en varios momentos del transcurso de la novela, y nos hace empatizar más si cabe, con una niña que posee grandes dotes de genialidad en un aislamiento con barrotes de oro.

La capacidad tan envolvente como poética con la que Némirovsky nos engancha, alcanza dosis sublimes cuando por ejemplo nos describe el proceso de pérdida y muerte de Mademoiselle Rose (su institutriz) donde la niebla está muy bien tratada como frontera que nos lleva al más allá; o en esas otras ocasiones, sobre todo al inicio de cada una de las partes en las que se divide la novela, donde una vez más, en muy pocas líneas recrea toda un mundo de sensaciones y retratos tanto personales como físicos que nos envuelven en la necesidad de seguir leyendo porque no podemos hacer otra cosa que caer rendidos ante esas muestras de gratitud hacia la gran literatura. Noruega, París…

El vino de la soledad es un gran título, para una no menos gran novela, que nos acerca al universo más íntimo de su autora, que en estas líneas nos dibuja su infancia, adolescencia y primera juventud de una forma magistral, y donde nos damos cuenta que este vino de la soledad se comporta como un acantilado de los sentimientos, donde una vez que te caes no puedes volver atrás.

Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.

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