¿Cómo sería el mundo si no
existieran las palabras? ¿Acaso alguien quiere que sus cenizas reposen en el
infierno del olvido? ¿Cómo serían nuestras vidas si no pudiéramos pronunciar
palabras como: amor, libertad, igualdad…? Todo sería como esos versos perdidos
en la oscuridad de una noche donde ya no hay espacio para el amor y el deseo,
pues todo sería frustración y silencio. Si no existieran las palabras nadie nos
mostraría el simbolismo que una caricia puede tener en las rendijas del alma. Sí,
estamos condenados a la sociedad del silencio. Todo, otra vez todo, será
víctima de una involución que nos dejará sin palabras. El ser humano será una
especie que dejará de ser diferente a las demás. Para decir te quiero
utilizaremos un emoticono con corazón, para cortar con tu pareja pulsaremos las
teclas Ctrl+Alt+Supr… y así sucesivamente, en un lenguaje de signos exentos de
palabras. Todo, otra vez todo, serán símbolos a través de unas teclas. Las
sonrisas serán fotos grabadas virtualmente y las caricias una mera entelequia.
El silencio nos condenará a la soledad, y la soledad a no necesitar la palabra.
Los sentimientos sin palabras dejarán de tener esa consistencia material que
necesitan los deseos; y una especie sin deseo está condenada a la desaparición.
No, no estoy describiendo una secuencia de una película futurista del tipo El
planeta de los simios, sino la descripción de la profunda grieta en la
que poco a poco estamos cayendo sin hacer nada para evitarlo, porque ¿cómo
sería un mundo en el que no existieran los libros? Sí, estamos condenados a que
todo se convierta en una trágica rutina de falsos sueños; sueños mecanizados a
través de las teclas de los aparatos tecnológicos, donde el ser humano solo
será una herramienta más, una tecla más de la cadena.
Lo primero que hay que decir de
esta Nueva
carta sobre el comercio de los libros es que se trata de una lectura
obligatoria para todos aquellos que amen la literatura, los libros y las
palabras. Es verdad que el estado de la cuestión es, tan sumamente
apocalíptico, que uno ha sentido la necesidad de escaparse por el primer
agujero a su alcance. Hay mucha tristeza y desesperanza en sus páginas, pero
también hay grandes dosis de lirismo y literatura. Basta leer la carta de Rosa
Curiel para darnos cuenta que la metaliteratura es el mejor de los
láudanos ante la mayor de las desgracias: “Dejar
la escritura es suprimir la memoria… Somos seres lingüísticos. Somos palabras,
preguntas. Las preguntas nos ayudan a sobrevivir”. “Se nos ha olvidado que los
libros, como la música, como el cine, como el arte en general, son el consuelo
del alma”. Palabras, las de Rosa Curiel, que te hacen sentir que
merece la pena seguir escribiendo y presentarle batalla al silencio hasta el
final. Uno no se da cuenta, hasta que se toma en serio el oficio de juntar
palabras, que se trata de una forma de estar en la vida que no termina sino con
el último suspiro, ese al que aquellos que tengan suerte verán reemplazado por
la memoria y el recuerdo de sus palabras. La mayoría, un servidor entre ellos,
estamos condenados al silencio y al olvido. Sí, el afán por escribir tiene
mucho de lucha contra el olvido, el de todos y el de uno mismo, pero también
del intento más mayúsculo que uno conoce de intentar acariciar lo imposible. Sí,
contra el arte de lo efímero acariciemos lo imposible, como si ese fuese el
último gesto de nuestras vidas. Aparte de la carta anteriormente mencionada, me
ha gustado especialmente lo bien explicado que está el estado de la cuestión en
la de Enrique Clarós, o ese pellizco de nostalgia reivindicativo de
aquello que de verdad importa frente a las nuevas tecnologías y los nuevos
tiempos en la Anamaría Trillo, cuyo contrapunto es el afán de transmisión de
la auténtica literatura de un padre hacia sus hijos, o esa otra carta
encriptada en la filosofía y en el léxico de Óscar Solana. Este libro,
acaba con el relato de David Yeste, pues su propuesta tiene
ese formato, distinto al resto; un relato corto con efecto sorpresa final, y
que es una magnífica balanza al conjunto, tanto por el estilo y la forma en que
está contado como por lo que representa. Es verdad que un librero de Madrid me
apuntó el otro día, que faltaba la opinión de su gremio, para completar aún más
esta carta, pero bien es cierto que, en ella, aparte de autores-poetas,
autores-escritores, autores-profesores, autores-transeúntes,
autores-consagrados, autores-desconocidos, hay autores que son editores, como
el caso de Noemí Trujillo que, en su carta, nos proporciona unas cifras
demoledoras sobre el comercio de los libros, pero que, a pesar de todo, tiene
el ánimo suficiente para mancharse el alma con proyectos literarios como este, pues
creánme, en las veintisiete cartas que lo componen, hay muchos puntos de vista
y sentidos a este desprestigiado oficio que es el del escritor literario. Por
si no lo habían dado cuenta todavía, escribir LITERATURA, nada tiene que ver
con ser presentador de televisión-escritor, famoso-escritor, piruetista
mediático-escritor, etc. Todo ellos, forman esa tropa de personajes que
conforman la pseudoliteratura que nada tiene que ver con la literatura a secas.
Sin embargo, no todo está perdido,
porque hay períodos en mi vida en que Camus se posa sobre mis pensamientos
de una forma perenne, y lo hace a través de esa metáfora sobre lo imposible que
está omnipresente en su obra de teatro, Calígula,
cuando el emperador romano sueña con poseer a la luna. Esa es una de las imágenes-secuencias
que a uno se le quedan grabadas para siempre, pero también, en otras ocasiones,
acude a mí ese otro Camus-niño de su
obra inconclusa El primer hombre. Un Camus que, de una forma caprichosa,
yo asocio también a mi infancia y a mi propia existencia. Nunca se me olvida
que Albert
Camus nació huérfano de padre, con una madre analfabeta y con un tío
que, en su infancia, le llevaba a las ejecuciones públicas que se practicaban
en las plazas de Argel; una imagen que le acompañó toda su vida. A pesar de
todo, él se coló por la rendija de la esperanza y con 44 años le tocó el premio
gordo la literatura cuando ganó el Premio Nobel, a una edad impensable en la
actualidad, y con una obra anclada en el compromiso con el hombre que pocos
pueden presentar a lo largo de sus trayectorias. Recordar a Camus
es recordar mi vida y esos días de mi infancia que transcurrieron entre
carreras detrás de un balón con los hexágonos rotos y la caza de lagartijas
entre los montículos de escombros que había alrededor de los edificios donde
vivía; edificios pegados a lo que hoy es la famosa vía de circunvalación M-30 que,
precisamente, no eran ni representaban un hálito de vida literaria. Esa otra
vida que uno ha dado en llamar como vida
soñada. A pesar de todo y del azar, algo cambió cuando, los domingos, junto
al periódico deportivo de mi padre acompañé los cuentos de Emilio Salgari o Julio Verne.
La siguiente transformación llegó mucho más tarde, cuando a los dieciocho años
me leí El Don Apacible de Cholojov, mi primer contacto literario de
verdad fuera de las aulas del colegio, y el siguiente… el siguiente llegó unos años
más tarde y fue el definitivo. Sí, como digo, hay esperanza, porque si uno
mismo, en su niñez, adolescencia y primera juventud, había hipotecado sus
sueños pensando que se ganaría la vida dando patadas a un balón, el azar, el
destino o los caprichos de nuestras particulares existencias, al final me
llevaron hacia esa íntima necesidad de juntar una palabra tras otra. Es verdad,
que mis composiciones literarias nunca formarán parte de la historia de la
literatura, y ni tan siquiera serán recordadas por nadie tras mi muerte, pero
en el camino que he recorrido y recorreré hasta llegar a mi último hálito de
vida, se habrá forjado con la tenacidad que yo mismo sea capaz de proporcionar
a mi obra, anclada como casi siempre, en rebuscar las coordenadas del alma
humana, esas que nos hacen reír y llorar, morir y resucitar, amar y sufrir,
como si todo formara parte de una historia única que merece la pena ser vivida
y recordada; una forma de estar en la vida que nunca imaginé cuando era un
niño, porque sin darme cuenta, mis días habrán transcurrido pegados a las
palabras
Por todo ello, acariciemos lo
imposible y hagamos de la literatura y los libros una fiesta perpetua, en la
que quepan las palabras escritas sin miedo, y con el único afán de ser leídas.
Hagamos del mundo algo distinto a unos simples palos de ciego, porque en el
silencio más profundo, también necesitamos ataviar a la muerte de un dolor que
no nos haga olvidar nuestras propias proezas, y así, evitar que los lamentos
sordos se reconviertan en injusticias charlatanas.
Ángel Silvelo Gabriel.
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