martes, 26 de agosto de 2014

LA NECESIDAD DEL HÉROE EN LA LITERATURA: EL NOMADISMO EN LA ESCRITURA, LA ROMA SOÑADA POR KEATS


LA ROMA SOÑADA POR KEATS

UN VIAJE A LAS ENTRAÑAS DE LA BELLEZA
Y ahora sí, después de este pequeño preámbulo quiero hablaros de la ponencia sobre Keats y Roma que yo he titulado La Roma soñada por Keats donde, para empezar, podríamos plantearnos la siguiente pregunta: ¿qué cabe en la mente de un poeta que sabe que se está muriendo?, pues no se me ocurre un vínculo más fuerte que, defina y una, la estrecha relación de John Keats y Roma; un vínculo que ya dura ciento noventa y tres años.

         John Keats llegó a Roma el 15 de noviembre de 1820, y murió en esa ciudad el 23 de febrero de 1821 (alrededor de las once de la noche), poco más de tres meses después. De ahí, que yo haya titulado esta ponencia como LA ROMA SOÑADA POR KEATS, porque si exceptuamos los quince primeros días de su estancia en la ciudad eterna, en los que el poeta pudo subir y bajar las empinadas escaleras de la segunda planta del número 26 de la Plaza de España (más conocida como la Cassina Rosa y sede de la actual Keats-Shelley House), o dar unos contados paseos por los Jardines de Villa Borghese que, compartió, tanto con su inseparable amigo y albacea de sus últimas voluntades Joseph Severn que le acompañó desde Londres, como con el teniente Elton o la mismísima Josephine Bonaparte (hermana pequeña de Napoleón), John Keats apenas pudo ver por sus propios ojos la inmensidad de la belleza que Roma muestra a todo aquel que pasea por sus calles o visita sus iglesias, catedrales o museos.

         El poeta desheredado por la salud tuvo que soñar su propia ciudad capitalina; una constelación de imágenes que yo quise que él viera a través de una luz color naranja, pues ese es el tono de la atmósfera en Roma cuando el sol se refleja en las tejas de los edificios que dibujan el horizonte de la capital italiana, solo interrumpidos por unos blancos renegridos, por el agua de lluvia, de las cúpulas de sus iglesias o basílicas. Este paisaje lo describí así en la novela: "Como le dije a la Sra. Brawne, en una carta cuyo significado no era el que ahora trato de exponer: «esto parece un sueño…», y hasta la vegetación se muestra compasiva con nuestros anhelos. En los días plenos de sol, aparte de hacernos creer que estamos en primavera, aprovechamos para disfrutar de las inigualables y bellas vistas que la ciudad de Roma nos brinda desde la atalaya que se alza sobre la Piazza del Popolo; terraza de caprichos y victorias, balcón de instantáneas milenarias que han ido mejorando con el paso del tiempo. Miguel Ángel, Rafael, Sangallo… todos ellos escondidos tras sus obras de arte y firmes ante el paso del tiempo. No puedo expresar mayor felicidad que esta, la del artista que presenta batalla y vence al transcurrir de los días. La infinitud dentro de la finitud más exigua. Esta sensación de vivir en una constante eclosión de colores me hace volver a ti, Fanny, cuando te dije: «finjamos que volveré en primavera. Si me dejo llevar por esta inesperada amalgama cromática que se presenta ante mis ojos, en la que los tejados oxidados se funden con el límpido y tenue reflejo azul del cielo que cae como una cascada que impregna de tonos blancos y grisáceos los mármoles de una gigantesca arquitectura, me olvido de nuestra amarga y dura despedida, y me siento con fuerzas para volver a ti".

         Aunque tampoco se nos puede olvidar que, la Roma que acogió a Keats, es también la del escritor ruso Nikolái Gógol, que vivió en la ciudad de 1838 a 1842, y de la que en su relato Roma, nos dice: "... Roma es una ciudad recorrida por el ganado, donde se entremezclan los excrementos de los animales con la sangre de los mismos que queda depositada sobre los adoquines de la ciudad", tal y como nos recuerda Antonio Rivero Taravillo en el suplemento El Viajero del diario El País publicado el 23 de septiembre del año 2006. Unos adoquines, en los que el poeta romántico tropezaba más veces de las deseadas; una complicada alfombra que él, a medida que pasaron los días, y antes de permanecer anclado para siempre en las oscuras moradas de la casa que le acogió, solo pisó para desplazarse hasta el Caffé Greco en Via Condotti, situado a poco más de doscientos metros de su morada, y al que Severn le llevaba para crear en él una ensoñación del mundo romántico que habían dejado en Inglaterra. De ahí, que uno de sus últimos paseos por la bella Roma lo diese por la cercana Via del Corso; una gran avenida que desemboca en los Foros y que, en la novela, le provoca el siguiente pensamiento: "Severn me ha querido dar una sorpresa, ¿quizá la última?, y me ha invitado a pasear por Via del Corso. Sin apenas darnos cuenta, durante todo el paseo hemos sido escoltados por iglesias centenarias y por fachadas de edificios desconchadas en caprichosas formas alegóricas. «Símbolos majestuosos de la más pura dejadez romántica», pienso. ¿Acaso hay mejor despedida que esta para toda una vida? A medida que pasan los días estoy más convencido de que no hay mayor dicha que rastrear el esplendor majestuoso de las almas atormentadas y libres de aquellos artistas que han dejado su huella en este lugar; son huellas que exhalan tanta pureza que me hacen estremecer por dentro, como cuando era un niño y oía entrar a mi madre por la mañana en nuestra habitación para levantarnos, pues esa era la señal del nuevo día y de una nueva oportunidad para expresar nuestra inocente e infantil felicidad. Sin embargo, aquí la inocencia es otra, la de la mirada del artista hacia otras obras de arte, la de mi sensibilidad marchita en busca de una excitación que no me lleve a la simple desesperación. Hombre y arte. Cuerpo y alma. Razón y sensibilidad. Intento abrazarlos para que no se me escapen, pero todo es en vano, porque nada existe más allá del iris de mis ojos.

Vuelvo a la ruta que Severn me ha propuesto, y sigo viendo a artistas que, bajo su sufrimiento, han vencido a ese tormento interior para transformarlo en sentimientos materializados en una belleza sublime e incontestable para cualquier alma sensible. No hace falta sino entrar en una de las iglesias para saber que, por encima de la espiritualidad que las embarga, se encuentra el éxtasis del artista que las ha concebido, lo que me hace pensar que, más allá de ese poder sensible del verdadero artista, no queda nada, tan solo la contemplación de una belleza única e irrepetible.

         Mis divagaciones me abstraen de esta realidad silenciosa que me acompaña y se adelanta a la definitiva, a aquella que dictan mis más próximos designios. Junto a ella, el brazo de Severn, y entre ambos, una especie de levitación que se escapa de mis sentidos hasta que paso a paso llegamos al final de Via del Corso y comienzo a divisar algo así como una ensoñación romántica. Veo la Columna de Trajano que se alza majestuosa como un faro que vigila los foros romanos. Luz sobre la nada. Vigía omnipresente de los días y las horas. Guardián privilegiado de las ruinas del Imperio y la República. Testigo milenario de una milenaria civilización… Según voy avanzando, creo que he sido víctima de una pócima mágica que me ha trasladado a otro lugar, a otro tiempo, a otra vida… «¿Cabe algo más bello que esta suntuosidad del hombre a su paso por la tierra?», me pregunto. En este punto, mis averiguaciones derivan en la hipótesis de la victoria del arte sobre el transcurrir de los días. Hombres y civilizaciones enteras han sido, y serán, arrasadas por sí mismas o por la supremacía de otros u otras, sin embargo, los testigos mudos de esos espacios de la historia siguen ahí, mitad ruina, mitad prueba cierta de la herida del hombre, nacida de su necesidad de expresión artística en el devenir del tiempo. Templos, arcos, basílicas y columnas, dispuestos en pos de un universo onírico y letal para aquellos que creen ver en ellos la belleza como única expresión de la salvación del hombre. Reencarnados o no, los hombres podrán atestiguar con su mirada y su palabra aquello que los magnifica por encima de la política y de sus propias traiciones. El arte, así sentido y transmitido, es el mayor reflejo de la humanidad que pervivirá al transcurso del paso del tiempo y de las civilizaciones que poblaron la tierra. No se me ocurre mayor expresión de libertad que la del hombre y sus manifestaciones artísticas como punto de partida para derribar las formas políticas que les han tocado vivir".

         Por tanto, no debe resultarnos extraño que, en ese corto espacio de tiempo, yo le proporcionara a Keats la capacidad de inventarse a sí mismo su propia morada, porque eso fue Roma para él, el último refugio al que retirarse para morir, y una ciudad que se le apareció como en un sueño, porque no se nos debe olvidar que la Roma milenaria y provocadora, estimulante y bella a la vez, es el mejor de los cofres donde guardar nuestros sueños. Un espacio que encaja perfectamente en la mente de un poeta que dejó dicho en una de sus composiciones poéticas titulada, Oda a una urna griega: "la belleza es verdad; la verdad, belleza - Todo eso y nada más habéis de saber en la tierra".

         Una sensación que es idéntica a la que yo sentí hace pocos días cuando he vuelto a ver a Jep Gambardella, el protagonista de La gran belleza, cuando de vuelta a su casa recorre la ribera del Tevere al amanecer; un paseo donde solo le acompañan sus palabras y sus pensamientos, a los que él los recubre con el silencio de la soledad que, como un mágico refugio, le sirve al protagonista (un escritor de una sola novela), de bastón en el sustentarse para seguir sobreviviendo. Una secuencia que si cabe es más hermosa cuando una barca remonta el río al final de la película, y aquí, a través de este plano-secuencia maravilloso, Paolo Sorrentino, director del film, también nos propone una alianza imposible a la hora de buscar la belleza asociada al silencio; única meta posible de un mundo sin sentido donde el hastío se apodera de todo. A este infinito desencanto que nos gobierna, su protagonista, Gambardella, le opone grandes dosis de cinismo bajo el que cobijarse de esa sensación de eterna búsqueda de la nada. Lejos de apartarse de la vida, Gambardella indaga en ella, pero no encuentra nada, porque quizá todo sea una excusa literaria (quizá la última) a toda una vida, aunque debamos admitir que no debe ser nada fácil escapar de una forma inmune a esa omnipresente belleza que atesora la ciudad  de Roma, y que además, se acrecienta con el paso del tiempo.

         Es entonces cuando necesitamos salir de ese escenario donde todo es bello en sí mismo y una especie de horror vacui nos atenaza las pupilas (que no el corazón), y es ahí donde las calles perdidas de la ciudad de Roma acuden a nuestro rescate. Esa podría ser muy bien la otra Roma soñada por Keats, la de las calles anexas a los grandes monumentos, o perpendiculares a sus majestuosas fuentes, u oblicuas a cualquier gran estatua. Y lo hacen en silencio y desprotegidas de todo bien artístico, pero atesorando esa sensación de lo entrañable y de ser el impagable testigo del paso del tiempo. Su particularidad está en que son fachadas que representan, como nadie, la dejadez nostálgica o la melancolía de los enamorados, gobernadas bajo un silencio latente que se enfrenta a los ruidosos juegos infantiles que quizá las inundaron en un pasado no tan lejano, donde las vidas no vividas quizá se quedaron en simples vidas soñadas. Fachadas en las que las cuerdas de tender sujetan ropas inertes como señales de una vida que existe tras sus ventanas, quizá la de los artistas que han compilado todo su talento en sus grandes espacios abiertos. Calles estrechas que, como un desfiladero, dejan pasar un pequeño haz de luz, justo el suficiente para transmitirnos esa sensación de linealidad vertical que nos invita a escalar a lo largo de sus paredes en busca del cielo. Un cielo azul e intenso que se comporta como el estandarte de un espacio donde solo existe la contemplación, la mirada fija y la mirada perdida en espacios únicos y lugares mágicos, que sin necesidad de llevar la firma de ningún gran artista, nos transportan a ese otro lugar que guardamos para nosotros solos en nuestro imaginario colectivo que, en esta ocasión, como en tantas otras, se encuentra repleto de música e imágenes que no nos permiten mirar con la suficiente desnudez aquello que contemplamos, y que sintiéndonos víctimas de nuestro pasado, intentamos atrapar mediante sensaciones que creíamos perdidas y que de pronto vuelven a nuestro ser para despertamos esa parte que se encontraba dormida, mientras en voz baja cantamos: la belleza… la belleza…

LA MÁS BELLA DE LAS DERROTAS
Otro de los conceptos bajo los que he concebido la composición de Los últimos pasos de John Keats es el de LA MÁS BELLA DE LAS DERROTAS, una idea que algunos de vosotros ya conocéis, pero que a medida que pasan los meses, ha ido en aumentado dentro de mí hasta convertirse en uno de los mensajes más identificativos de esta historia que engendré a lo largo de año y medio, porque no debemos obviar que John Keats, cuando llegó a Roma, sabía que se iba a morir, y él, a pesar de todo, le presentó batalla a la muerte, primero a través de las palabras que antes había escrito, y luego, cuando ya no pudo escribir, con la fuerza de sus sueños.

         A pesar de todo, y de las múltiples contradicciones que acogieron a su espíritu los tres últimos meses de su vida, el poeta siempre tuvo un deseo: no morir en ese anonimato universal en el que casi siempre nos desenvolvemos (solo hace falta recordar su epitafio: "aquí yace alguien cuyo nombre estaba escrito en el agua"), y con ello, vencer al silencio. De ese deseo, nace el incansable anhelo del poeta de vencer a la muerte a través de las palabras. Una angustia vital que yo reinterpreté repasando parte de los episodios más relevantes de su vida mediante los diálogos interiores que establece, por ejemplo, con su mejor amigo, Charles Brown, o con su primer editor Leigh Hunt, o con sus hermanos George y la pequeña Fanny, o mediante los largos viajes oníricos con los que entrelaza sus deseos y sus sueños cuando reclama apasionadamente la presencia de su amada Fanny Brawne, lo que le llevó a soñar que se casaba con ella o a viajar, cual ruiseñor, en un periplo aéreo que termina en el Panteón de Agripa. Lo que de nuevo acaba depositándole en Roma; un escenario que, para John Keats, fue un sueño, un sueño bello y terrible a la vez, pues no cabe un mayor contrasentido que el de morir lejos de casa y de los tuyos, cuando el propósito del viaje es regresar sano y salvo a los lugares que te vieron nacer y crecer, para de ese modo, intentar, una vez más, levantar de las cenizas del olvido una carrera literaria con la que proporcionarse un poco de éxito y de gloria.

         Antes de llegar a ese final, la primera imagen de Roma que yo le proporcioné a John Keats fue la de una ciudad escondida tras una tenue niebla. No se me ocurrió mejor forma que esa para unir, tanto la propia realidad del poeta como la de la ciudad en esa época, pues ambas, no invitaban sino a imaginarse la vida por encima de la propia verdad. Una realidad que en sí misma fue dura antes de tocar definitivamente tierra, pues tanto Joseph Severn, su amigo y compañero de viaje, como el propio Keats, al llegar a Nápoles, tuvieron que permanecer aislados en los camarotes del barco para cumplir con la obligada cuarentena. En ese continuo balanceo sobre la cuna del mar fue donde el poeta británico compuso sus últimos versos de una forma casi enfermiza, como si ya adivinara que esos serían, en efecto, los últimos que sus manos trasladarían al papel. Y por si no fuera poca la angustia que durante esos días se instaló en el espíritu del poeta, la realidad que se le presentó cuando por fin tocaron tierra firme no le resultó demasiado halagüeña, pues en el contexto histórico de las revoluciones liberales de 1820, el reino de Nápoles fue uno de los focos europeos donde en julio triunfaron las revueltas liberales hasta su posterior deposición en octubre de ese mismo año, justo cuando Keats llega al puerto de Nápoles. El poeta, como buen representante del movimiento romántico de su época, está en contra del absolutismo, y lo expresa así en la novela, dejando claro su necesidad de llegar a Roma: "En mi caso, por ejemplo, en Nápoles no podía soportar la idea de ir a la ópera, a causa de los centinelas instalados constantemente en el escenario, a los que al principio tomé por integrantes del conjunto escénico. Iremos inmediatamente a Roma, dije. Sé que mi fin se aproxima, y la constante y visible tiranía de este gobierno me impide tener tranquilidad espiritual. No podría descansar aquí. Ni siquiera mis huesos he de dejar en medio de este despotismo".

EL NOMADISMO EN LA ESCRITURA
Esta jornada literaria está inspirada en el nomadismo en la escritura, a lo que muy bien se le podría añadir la figura del escritor como nómada. Un nómada es aquel que, aparte de cambiar constantemente de lugar de residencia, transforma el mundo en el que habita mediante las experiencias que aporta en el espacio en el que se aposenta temporalmente. Del mismo modo, un escritor es en sí mismo un nómada, porque transforma la realidad en la que se circunscribe su mundo a través de las palabras. Una necesidad de cambio que nace como un sueño, justo cuando en nuestro cerebro se origina una idea y la trasladamos al papel o en la actualidad a la pantalla del ordenador a través del teclado. Ese proceso donde se combinan SUEÑO E IDEA es el que tiene el poder de cambiar el mundo.

         El nomadismo de John Keats fue el de su poesía, pues con ella intentó cambiar el mundo, a pesar de que solo escribiera durante cuatro años. El poeta de la melancolía inalcanzable llevaba un tiempo sin escribir nada antes de acometer la cuidada creación de sus famosas odas, con las que ha podido superar al paso del tiempo. Como dice en el último poema que le escribió a su amada Fanny Brawne: “si firme y constante fuera yo, brillante estrella, como tú”… un poema que compuso el 28 de septiembre de 1820 mientras se alejaba de la isla de Wight, un lugar que le colmó de felicidad en 1817, y en donde también engendró su largo poema épico Endymion, famoso por su verso inicial: “algo bello es un goce eterno”. Sin embargo, en esta última ocasión, el destino era otro, y le servía al poeta para poner distancia de por medio con su añorada Inglaterra y con su amada Fanny Brawne, destinataria de estos últimos poemas si exceptuamos los que escribió por pura desesperación en el puerto de Nápoles mientras iniciaba el más penoso de los viajes, el de su muerte. El viaje a Italia era la última oportunidad de conquistar lo imposible que, en su caso, era buscar una posibilidad de sanar de la tisis que persiguió, como una epidemia, a varios miembros de su familia (a su madre, a su hermano Tom y a él mismo), por lo que podríamos definir su accidentado periplo por el mar que le llevaría hasta Nápoles como de una huida hacia delante, en la que el sol y la bonanza climatológica serían sus recompensas. Un premio que nunca llegó a obtener, porque Roma, su destino final, se convirtió en la máxima expresión de la ausencia de capacidad creativa a la que la enfermedad le postergó. Roma, cuna del arte y la belleza, fue la antítesis de sus dotes poéticas, donde la contemplación era el auténtico camino hacia la belleza. En este sentido, Roma para Keats también fue una especie de cárcel con barrotes de oro, y la máxima expresión de la libertad que él solo alcanzó con la muerte. En Roma fue víctima de la desesperación que la tisis le producía, y que la distancia que le separaba de su amada Fanny Brawne le aumentaba, y allí cayó como un soldado que se erige en el héroe de su propia derrota. No cabe mayor expresión de su soledad que la del propio epitafio: “esta tumba contiene todo lo que fue mortal de un joven poeta inglés que, en su lecho de muerte, con el corazón lleno de amargura, al malicioso poder de sus enemigos deseó que estas palabras fueran grabadas en su lápida: aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua”. Esa bella e insinuante imagen, nos lleva, casi sin quererlo, a los poemas de este gran poeta romántico que, tanto su amigo Charles Brown en Inglaterra como su fiel y último compañero Joseph Severn en Italia, coincidieron en definirlos como la melancolía de lo inalcanzable. Si le pusiéramos voz a los pensamientos del poeta, quizá el definiría su poesía del siguiente modo, tal y como aparece en la novela: "mi visión estética de la realidad siempre tiene un valor moral que la hace trascender hacia esa otra realidad donde el poeta deja de ser poeta y se transforma en árbol, pájaro o urna, pues no se me ocurre una forma más acertada de llegar a ser eterno que ser otro, sobre todo, si esa mutación es inalterable al paso del tiempo. El Hombre es un ser vivo que es incapaz de ser perdurable más allá de sus días terrenales, salvo si tiene la dicha de que aquellos que le llegaron a conocer se comporten como una fuerza transmisora de su vida y sus actos. Fuera de ahí, nada queda, sino la más completa oscuridad. No se me ocurre un contrario mayor a la belleza que la propia oscuridad. La oscuridad es la nada más absoluta. Yo lucho por vencer a esa fuerza que nos tumba día a día. La luz en mi vida es la poesía y con ella trato de ir más allá de mi propia vida y mi propia persona. Quiero acabar con la fugacidad en la que mi alma se encuentra aprisionada en mi cuerpo. Quiero vagar por el infinito sin tener que pensar en un final. Quiero encontrar esa estrella brillante que me guíe más allá del tiempo". 

         El pasado 23 de febrero se cumplieron ciento noventa y tres años de su muerte. A las cuatro de la tarde del 23 de febrero de 1821 pronunció sus últimas palabras: “Severn, yo… incorpórame… me estoy muriendo… moriré tranquilamente… No te asustes… sé fuerte… y gracias a Dios que esto se acaba”. Después simplemente depositó su cabeza sobre la almohada de su lecho, hasta que a las once de la noche dejó de respirar. 

ROMA COMO EXCUSA PERFECTA PARA UNIR ARTE Y LITERATURA
Como ha quedado dicho, la ciudad eterna tiene innumerables refugios donde pararse a contemplar su omnipresente belleza, porque, al igual que una gran actriz, es capaz de mojarnos los recuerdos tanto con los chorros de agua de sus múltiples fuentes, como con la luz del atardecer que en forma de una lluvia dorada se posa sobre sus tejados anaranjados; una bruma que, si nos paramos a observarla con detenimiento, desprende una gran multitud de destellos capaces de transformar nuestra percepción del arte y del tiempo. Y así, podríamos continuar hasta el infinito, porque infinitos son también los grandes y pequeños rincones de una ciudad tocada por la varita mágica de la infinita hermosura. Pero en Roma, también existe otra opción para contemplar la belleza, más allá del halago puramente estético, y esa es la de disfrutar del silencio y su melancolía como solo dos amantes pueden hacer sin perderse en los vericuetos del tiempo. En este caso, Roma también se alza como la excusa perfecta para unir arte y literatura, verdad y belleza... No hace falta más que alejarse un poco del bullicio que reina en el Coliseo y sus alrededores para llegar a Campo Cestio; un lugar presidido por una pirámide evocadora de otras culturas, y que es el mejor símbolo de la magnitud del paso del tiempo. «Todo es efímero menos yo misma», parece decirnos, pero también, a poco que nos fijemos, caeremos en cuál es el verdadero fin último de su ubicación. Campo Cestio, a día de hoy, es un lugar de peregrinación literaria en la ciudad eterna. Todos aquellos amantes de la lectura que, tratan de unir arte y literatura, llegan hasta el cementerio protestante de la ciudad de Roma para cumplir con la liturgia de visitar la tumba del poeta romántico John Keats, y de esa manera, cerrar el círculo de su historia. Cada vez más, los visitantes acuden sin reparo a ese lugar sagrado que se esconde bajo la sombra de pinos y cipreses, naranjos y palmeras; y que, junto al interés puramente literario, cobija un mágico silencio que el tráfico que le rodea no es capaz de perturbar. Una sensación tan placentera que nos lleva a expresar que: a escasos metros de sus murallas se encuentra el mundo, pero dentro de ellas, se halla la eternidad. De ahí, que uno solo será testigo de la magnitud que día a día va tomando la figura del poeta inglés si visita el cementerio y su tumba, presidida por una lira a la que le faltan cuatro cuerdas, como símbolo de su fugaz paso por la vida.

         Desde esa atalaya, donde la poesía, solo en apariencia, es un arma no dañina, me planteé crear un universo propio a través de las imágenes que me habían sido transmitidas. De ahí, que esta novela haya nacido desde la imagen que más tarde se convierte en palabra; palabra lírica, apegada al ritmo de las cadencias cortas y la contemplación. Un largo viaje en el que también me han acompañado Lord Houghton, Julio Cortázar, Alejandro Valero o Ian McEwan, pues otros muchos antes que yo sintieron la necesidad de desentrañar los interrogantes que John Keats y su obra nos proponían, pues ¿qué hay más doloroso para un poeta que el silencio? Un silencio que en Los últimos pasos de John Keats tiene un sentido más amplio, pues más allá del último hálito de vida, el silencio en esta ocasión, también representa, por un lado, la voluntad de dejar de sufrir y la libertad definitiva del alma pero, por otro, es un singular signo del paso del poeta entre los vivos, pues tras él, nos quedan sus poemas, donde su voz se alza majestuosa entre los muertos, en un «espacio de mirada interior» donde no existe el tiempo ni el silencio.

LOS ÚLTIMOS PASOS DE JOHN KEATS EN LA CIUDAD DE ROMA: HISTORIA DE UN EPITAFIO
         El final de este viaje acaba, como he dicho anteriormente, en el cementerio protestante de Campo Cestio en Roma; una afirmación que por otra parte no es del todo cierta. Sí, es verdad que su sepultura no tiene nombre, y que en su lápida se puede leer el famoso epitafio que inventó días antes de morir, sobre el que hay una imagen de una lira a la que le faltan la mitad de las cuerdas (idea de Joseph Severn). Y que a unos metros a la izquierda, justo en la tapia del cementerio, hay un medallón con una efigie y unos versos en los que se puede leer su apellido en acróstico vertical. También es verdad que Shelley llevaba un libro de Keats en el bolsillo cuando murió ahogado en un naufragio un año después en la Toscana, y que antes, le dio tiempo a escribir el poema Adonaïs en honor de su amigo que describe muy bien el cementerio donde descansan sus restos, y donde el poeta romántico dio sus últimos pasos en la ciudad de Roma: “el cementerio es un espacio abierto entre ruinas,/ y en invierno lo cubren violetas y margaritas./ Podría hacer que uno se enamorara de la muerte/ al pensar en ser enterrado en un lugar tan grato”. Un lugar que Lord Houghton define así en su libro Vida y cartas de John Keats: "... uno de los más hermosos lugares donde pueda reposarse la mirada y el corazón de los hombres. Es un declive lleno de césped, entre las ruinas de las murallas de Honorio correspondientes a la ciudad reducida, y dominada por la tumba piramidal que Petrarca atribuyó a Remo, pero que la verdad arqueológica a adscrito al nombre más humilde de Cayo Cestio, tribuno del pueblo, sólo recordado por su sepulcro". Y que incluso Severn, tampoco pudo evitar describir las sensaciones que le producía, y así lo hace en una carta que escribió a Mr. Haslam diez semanas después del óbito de Keats: “anduve por allí hace pocos días, y vi que las margaritas la han cubierto ya enteramente. Es uno de los lugares retirados más hermosos de Roma. No se encontraría un sitio semejante en Inglaterra. Lo visito con una deliciosa melancolía, que alivia mi tristeza. Cuando me acuerdo del largo tiempo en que ni un solo día estuvo Keats libre de agitación y tormento tanto del alma como del cuerpo, y que ahora yace en reposo con las flores que tanto deseaba sobre él, sin otro sonido en el aire que el de las esquilas de unas pocas ovejas y cabras, me siento realmente agradecido de que esté aquí, y me acuerdo de cuán ardientemente rogaba porque sus sufrimientos llegaran a su fin y pudiera alejarse de un mundo donde ya ni un solo ápice de alivio quedaba para él”.

         Sin embargo, lo que nunca se nos puede pasar por alto es que, como antes he dicho, ese no es el final del viaje, pues tras el cuerpo del hombre que permanece enterrado bajo tierra quedan sus palabras, las palabras del poeta que, siempre, estarán presentes a lo largo del tiempo.
 
Ángel Silvelo Gabriel
 
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