miércoles, 24 de junio de 2015

LA LISBOA DE PESSOA: TASCAS, BODEGAS, CAFÉS... Y LA TABAQUERÍA

La Lisboa de Pessoa es la de las tascas, bodegas y cafés que, en su mayor parte ya no existen, si exceptuamos su preferido, el Martinho da Arcada, donde todavía está vacía la silla en la que él acostumbraba a sentarse junto a sus gafas, o el célebre A Brasileira, plagado de turistas que ávidos de conocimiento borran una y otra vez las huellas del poeta. La estatua esculpida en la terraza del local nos habla de esa posibilidad de traspasar la barrera del tiempo por parte del artista. Muy cerca de allí nació Pessoa, en el Largo de San Carlos número cuatro (un inmueble que se halla frente a la Ópera de Lisboa -Teatro de San Carlos-) y también fue bautizado (en la Iglesia de Los Mártires del Chiado), y casi al lado de ambas se halla la librería más antigua del mundo, la librería Bertrand, en la misma Rua Garrett, haciendo de testigo de todo este enjambre pletórico de recuerdos y melancólica nostalgia donde reposar los sueños (aunque ahora en sus escaparates solo haya ejemplares de Dan Brown), los propios y los ajenos, mientras en nuestra mente resuenan los ecos del famoso poema Autopsicografía: “El poeta es un fingidor. / Finge tan completamente/ que hasta finge que es dolor/ el dolor que en verdad siente/ Y, en el dolor que han leído,/ a leer sus lectores vienen / no los dos que él ha tenido,/ sino solo el que no tienen./ Y así en la vida se mete,/ distrayendo a la razón,/ y gira, el tren de juguete/ que se llama el corazón”. 

Ese cinismo inteligente revienta el alma de todos aquellos que no pueden fingir. El creador sufre y se debate entre su propio dolor y la insatisfacción de ver ese dolor plasmado en un papel que, por mucho que mira, le es extraño, casi ajeno, pues una vez que sus palabras salen de su mente dejan de ser suyas y se abaten sobre una realidad que tampoco es la suya, como suya quizá tampoco sea esa sensación de querer atrapar el alma humana con palabras. Pessoa navegó por el sufrimiento propio que le llevaba a desenvolverse por las calles de Lisboa en el más estricto anonimato y mezclado con gente corriente que, como él, eran usuarios de los comedores situados en las primeras plantas de los edificios donde poder tomar un menú modesto siempre que tuviera dinero para ello, pues su disipación de las cuestiones domésticas fue tal, que no siempre le permitió aprovisionarse de las monedas suficientes para ganarse el sustento. Pessoa, el hombre «para quien el mundo exterior existe como experiencia interior», convierte a Lisboa, su Lisboa, en un lugar imaginado, mágico y distinto, ausente de los protocolos de la realidad más apegada al anodino devenir diario. La Lisboa de Pessoa es un sueño, el que un día tuvo el poeta, el escritor, y el creador anónimo, que a través de sus composiciones expresó una necesidad, la de refugiarse en sí mismo en un espacio tan pequeño en lo físico (apenas hay un kilómetro de distancia entre el lugar donde nació y el hospital de San Luis de los Franceses en el Barrio Alto donde falleció), como inmenso en lo imaginativo y sensorial. Una distancia que, como digo, no conoció fronteras en el espíritu inquieto de Pessoa, cuyo cuerpo descansa ya en el Monasterio de los Jerónimos en Belem, localidad anexa a Lisboa, al que fue trasladado el 13 de junio de 1985, en el cincuentenario de su nacimiento, cuando sus restos fueron exhumados del cementerio de los Prazeres, ocupando un lugar de privilegio junto a otros grandes portugueses como Vasco de Gama o el poeta Luis de Camoes. 

En definitiva, la Lisboa de Pessoa es muy distinta a aquella que él mismo escribió en 1925, y que tituló "Lo que el turista debe ver", una suerte de redacción descriptiva que parece una venganza de cara a alejar a todos aquellos que decidieran visitarla, porque la verdadera, la Lisboa de Pessoa es otra, porque es una intrahistoria de un desasosiego muy literario, ese que describe a la creación por encima del paso del tiempo. Y para ser conscientes de ello, solo hace falta leer un extracto de su famoso poema Tabaquería.
"No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.
 
Ventanas de mi cuarto,
de mi cuarto de uno de los millones de gente que nadie sabe quién es
(y si supiesen quién es, ¿qué sabrían?),
dais al misterio de una calle constantemente cruzada por la gente,
a una calle inaccesible a todos los pensamientos,
real, imposiblemente real, evidente, desconocidamente evidente,
con el misterio de las cosas por lo bajo de las piedras y los seres,
con la muerte poniendo humedad en las paredes y cabellos blancos en los hombres,
con el Destino conduciendo el carro de todo por la carretera de nada.
 
Hoy estoy vencido, como si supiera la verdad.
Hoy estoy lúcido, como si estuviese a punto de morirme
y no tuviese otra fraternidad con las cosas
que una despedida, volviéndose esta casa y este lado de la calle
la fila de vagones de un tren, y una partida pintada
desde dentro de mi cabeza,
y una sacudida de mis nervios y un crujir de huesos a la ida.
 
Hoy me siento perplejo, como quien ha pensado y opinado y olvidado.
Hoy estoy dividido entre la lealtad que le debo
a la tabaquería del otro lado de la calle, como cosa real por fuera,
y a la sensación de que todo es sueño, como cosa real por dentro.
 
He fracasado en todo.
Como no me hice ningún propósito, quizá todo no fuese nada.
El aprendizaje que me impartieron,
me apeé por la ventana de las traseras de la casa.
Me fui al campo con grandes proyectos.
Pero sólo encontré allí hierbas y árboles,
y cuando había gente era igual que la otra.
Me aparto de la ventana, me siento en una silla. ¿En qué voy a pensar?
¿Qué sé yo del que seré, yo que no sé lo que soy?
¿Ser lo que pienso? Pero ¡pienso ser tantas cosas!
¡Y hay tantos que piensan ser lo mismo que no puede haber tantos!
¿Un genio? En este momento
cien mil cerebros se juzgan en sueños genios como yo,
y la historia no distinguirá, ¿quién sabe?, ni a uno,
ni habrá sino estiércol de tantas conquistas futuras.
No, no creo en mí.

¡En todos los manicomios hay locos perdidos con tantas convicciones! Yo, que no tengo ninguna convicción, ¿soy más convincente o menos convincente?" 

Ángel Silvelo Gabriel.

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