A veces, no nos damos cuenta de la importancia
que tiene mirar a la chica antes de que otro lo haga, porque de esa
forma, somos los privilegiados testigos del brillo, único y mágico,
de sus ojos; un
brillo que, por sí solo, es
capaz de que nos enamoremos de ella perdidamente para
siempre. El resto hay que dejarlo al
destino y a las encrucijadas del amor que viajan a lo largo de
nuestra juventud igual que si todo fuera
una corriente de un río que poco a poco nos va modelando la vida, el
carácter y los recuerdos. Y
es en ese río, donde se van depositando nuestros actos, en el que el
cineasta neoyorquino ha reparado a la hora de regresar a ese recuerdo
de su mejor cine. Ya no hay grandes cabriolas, pero sí pequeñas
travesuras. Ya no hay nada nuevo, pero sí la constatación
de un estilo, de un mensaje, de una postura ante
el mundo. Y eso es Café Society,
la perversión más tenue y simpática de un genio que se resiste a
dejar de hacer cine; un cine que esta vez se agolpa en la sinrazón
del amor bajo el ocaso de los recuerdos, porque
esta vez, Woody Allen
regresa a los años treinta para disfrazar su mirada (sobre el cine,
la vida y el amor), con la inocencia necesaria para que la historia,
mil veces contada, todavía nos haga creer en él como cineasta y
contador de historias y, como no, mantenga
intacto dentro de nosotros ese
sempiterno sentimiento gobernado por Cupido.
Parte de la culpa, sin duda, la tiene esa luz con la que está rodada
película, a la que Vittorio
Storaro ha dotado de un brillo
único, mágico y onírico, que nos hace patinar por cada imagen
atrapados por la nebulosa de los sueños
y su intrínseco poder sobre nuestros sentimientos y nuestras vidas,
pues se
concitan en una carrera sin freno
de comedia-drama y falso vodevil sin dejarnos apenas un espacio para
el tedio de otras ocasiones. Allen
se distrae y se divierte entre chistes de judíos, irónicos
gangsters y yiddies de izquierdas que le sirven de contrapunto a esos
largos planos secuencias (marca de la casa) donde el protagonista y
álter ego del director, Jesse
Eisenberg, expone todas y cada
una de las contradicciones vitales que asaltan a Allen
en cada una de sus películas. Es verdad, a Café
Society no le falta ningún
elemento Allen,
ni siquiera su vuelta a los amaneceres desde Central Park, o a
los primeros planos de las
despampanantes rubias que intentan distraer nuestra mirada del centro
de la diana. Elementos, todos ellos, muy reconocibles de un genio que
en esta ocasión se muestra divertido, irónico, suspicaz y brillante
a la hora de mostrarnos con la sabiduría del que ya lo ha conseguido
todo, ese último reflejo de la vida en forma de búsqueda
desesperada del amor; ese verdadero amor de juventud que, al parecer,
a Allen y a otros muchos se les escapó al
inicio de su vida.
El sol, las palmeras, y la mirada (entre
perdida y romántica) de Kristen
Stewart, hacen el resto a la
hora de dejarnos llevar por el relato de otra época llena de brillos
sin matices, pero que el fondo, contiene el mismo objetivo. Y ahí
está la mano inteligente de Woody
Allen para hacernos creer
aquello que no es y, de paso, jugar con nosotros a través de los
contrates. Contrastes que, como un juego de contrarios, aparecen y
desaparecen bajo la cálida luz de Los Ángeles y el intenso brillo
del club neoyorquino que da nombre a la película. Y
entre destello y destello, Allen se
deja llevar por esos sentimientos de
juventud
que nos hablan de la sinrazón del amor
bajo el ocaso de los recuerdos.
Ángel Silvelo Gabriel
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