Mirar la vida a través de una ventana infinita que nos
lleve más allá de lo que vemos, y observarla como si asistiéramos a un
prodigioso travelling que sólo nos proporciona esos destellos en verdad
importantes y necesarios para seguir viviendo —pues surgen en nuestra memoria
acotados por los reflejos de la realidad—, es quizá, una de las mejores herramientas
con las que cuenta la ficción para atraparnos en los entresijos de la otra vida,
y eso es lo que hace James Salter en su última y
magnífica novela, Todo lo que hay. Un rasgo que comparte con otra obra maestra de
ese género que es narrar toda una existencia basándose sólo en lo esencial: la
novela Stoner de John Williams, con la que
además comparte que también está escrita poco antes de morir su autor. Además, Todo lo que hay, tiene la singularidad
de combinar flashes y fotografías que, en no pocas ocasiones, se confunden con
la ficción que nos proporcionan la imaginación y los sueños, para de ese modo,
asistir a una suerte de partitura de las emociones por la que deambulamos a
través de unos fuertes impulsos que nos transportan mucho más allá de lo que
vemos..., porque tenemos que admitir, que existe un territorio propio más allá
del que observamos a través de la ventana; un espacio gobernado por el
desasosiego que, como un calendario alternativo a la realidad, juega con
nuestros sentimientos igual que el aire lo hace con una cometa en lo más alto
de la colina. En este sentido, hay una última y esencial necesidad de dibujar
ese mapa íntimo de nuestras vidas cuando estamos llegando a su final, y como
las mariposas se van posando en cada flor antes de morir, los seres humanos
necesitamos extraer ese último néctar de nuestra existencia a través de los
recuerdos. Así, el sexo, el amor, las mujeres, el hogar…, y el paso del tiempo
son los verdaderos protagonistas de James Salter en su última novela, Todo
lo que hay, y nos los muestra con esa precisión de quien sabe lo que
cuenta, y lo que quizá sea más importante, de lo que quiere contar.
En una novela no demasiado extensa, el escritor
norteamericano, sin embargo, es capaz de sintetizar tres décadas de la vida de
su protagonista, el editor Philip Bowman, y de la historia de los EE.UU.,
en un ejercicio literario y metaliterario magistral, por lo que tiene de
esencial su manejo de la elipsis, pues a través de ella, proporciona a esta
historia la plenitud de las grandes gestas, ésas que perdurarán a lo largo del
tiempo, porque por sí solas, son capaces de abarcar en negro sobre blanco la esencia
de las vidas de aquellos que salen retratados en la misma. Lejos, muy lejos, de
rebuscados misterios y tramas plagadas de trampas de cara a hacer más atractivas
las historias al lector, Salter se centra en lo que en verdad
importa: características inherentes a la novela del siglo XIX y que la
convirtieron en esencial en el siglo XX. La vida aparece aquí como la verdadera
protagonista, sin otra necesidad de artilugio pseudo literario, porque quizá,
no exista un mayor misterio que aquel que abarca la vida en sí misma.
Todo
lo que hay es la metamorfosis de las
pulsiones vitales de su protagonista, Bowman,
a través de un completo calendario de las emociones que se refleja en su innata
necesidad de encontrar un hogar y una estabilidad a través del amor. Un amor
que deviene en otra fuerte pulsión en la que, se combinan y fusionan a la
perfección, las mujeres y el sexo, porque otro de los grandes aciertos de esta
novela y del estilo narrativo de Salter no es únicamente su perfecto
manejo de la elipsis, sino esa portentosa capacidad a la hora de desnudar en
palabras y reproducir en imágenes todo aquello que sólo se siente, y de esa
forma, dejarnos sin margen de maniobra. Esa capacidad de mostrarnos la vida tal
y como es, y tal y como la imaginamos, se reproduce de una forma nítida en las
escenas de sexo, pues el narrador parece dejarnos claro que esa es una de las
maneras de atrapar el alma de la otra persona. Esa búsqueda de las entrañas a
través del sexo es, sin embargo, la herramienta de la que se sirve Salter
para exponer toda una teoría de la existencia que, no se nos debería
pasar por alto, tiene un último objetivo: la persecución de la estabilidad personal
a través de un hogar físico y sentimental donde poder dar rienda suelta a la
otra vida a través del sexo, el amor, las mujeres, el hogar…, y el paso del
tiempo, en un infinito travelling, ficticio y real, que vemos a través de la
ventana por la que cada día contemplamos el mundo.
Ángel Silvelo Gabriel
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