El sol y sus rayos anaranjados, apenas
iluminaban los matorrales sobre los que estaba camuflado. Esperaba la señal
junto al resto de sus compañeros. No los veía, pero los sentía cerca. Oía sus entrecortadas
respiraciones e intuía sus taquicardias. Evitaba pensar, para ahuyentar el
miedo. Nadie sabía que estaban allí, solos, en medio del campo. Dispuestos a
cumplir su último desafío, sin vallas, sin normas, en plena libertad y
henchidos de gloria. Se acordó de los amigos de la peña que se negaron a
participar en su alocada aventura, y visualizó perfectamente la cara de Juan, cuando
le dijo, que para él, participar en este encierro al aire libre era como ser
libre de nuevo. Pero ahora, tumbado en el suelo, su cándida inocencia le decía
que todo era diferente. No estaba seguro del significado de esa bella palabra,
pues en la tensa espera hasta la llegada de los toros, le había surgido una
duda. ¿Qué era la libertad para él?, pero no supo encontrar una respuesta, y pensó
que la libertad en este caso, sólo era la de los animales cornúpetas, que a
buen seguro cuando los viesen surgir de la nada y correr delante de ellos como unos
auténticos autómatas cargados de adrenalina, dudarían entre envestir a unos
locos con camisa blanca y pañuelo rojo, o simplemente seguir las órdenes del
capataz y no hacerles ni caso. De todas formas, ya quedaba poco, porque un leve
temblor en el suelo le avisaba de la cercanía de los caballos y los toros. Afinó
su escucha esperando la orden para levantarse y salir corriendo. No obstante,
su mayor desconsuelo era que todavía no era consciente de lo que hacía allí, y
mirando de reojo a sus pies, vio que tenía suelto uno de los cordones de sus
zapatillas. Sin embargo, todo sucedió tan rápido, que no le dio tiempo a preocuparse
por este nuevo imprevisto, porque su amigo Julián, bajándose de su potente Land
Rover, les dijo a voz en grito que se levantaran, que todo se había suspendido.
El Alcalde se había enterado de su encierro ilegal al aire libre, y le acababa
de decir que lo había prohibido terminantemente avisando a la Guardia Civil
para que tomara cartas en el asunto. Pero a él no le importó, porque ya sabía
de antemano que la libertad tenía un precio, por eso, sin dudarlo, se levantó y
comenzó a correr como tenía previsto, mientras el resto de sus compañeros se le
quedaban mirando sin comprender todavía qué hacía.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel
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