Soy un amante de las librerías, pero
más allá del placer de la lectura, llevo una temporada que busco nuevas
sensaciones a la hora de perderme entre los libros. Su tacto, su olor, el color
de sus portadas... ya no me dicen nada. Soy como un psicópata que se ha cansado
de ver y oler la sangre de sus víctimas y sólo necesita pisotear sus cenizas.
No sé por qué, pero siempre quise saber qué se siente al otro lado, sin la
necesidad de que el agente de seguridad me llevara cogido del brazo. «Excusatio non petita, accusatio manifesta»,
pienso, y me dejo llevar una vez más cual bogavante que abandona su ecosistema
para acabar en una cacerola llena de arroz. Sin embargo, enseguida concluyo: «vini, vidi, vinci», pues esta vez mi
plan no ha salido como imaginé, mientras con una mano acaricio el lomo de la
voluminosa novela que llevo dentro del abrigo y la otra la tengo esposada. Al
llegar al despacho del inspector Alejandro Arralongo, éste me pregunta: «¿por
qué sigue robando libros en esa librería?». «Solicito inmediatamente un hábeas corpus», digo como mejor
respuesta a su interrogante. «Mejor sería que hubiese argumentado la fórmula non bis in ídem, señor juez, me dice el
susodicho —y añade—, porque aunque la primera vez me explicó que lo suyo era un
capricho pasajero, ya nadie se va a creer en la Audiencia Provincial de Ávila
que lo hace por el simple hecho de argumentar mejor sus sentencias, sobre todo,
porque siempre acaba quemando los libros en las almenas de nuestra magnífica
muralla, igual que si fuese un perfecto asesino que no quiere dejar huella de
sus crímenes». Y mirándole fijamente a la cara, le respondo: «pocas novelas
policíacas ha leído usted, ¿no?, porque de eso se trata».
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel
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