Nos
dice Alejandro
Valero, autor de la brillante traducción que precede la traducción de John
Keats, Odas y sonetos que la Editorial
Hiperión publicó por primera vez en 1995 que: «Resulta sorprendente que,
después de haber transcurrido doscientos años desde el nacimiento de John
Keats, casi nada en España corrobore su breve existencia. Más que nadie, Keats
es el poeta del que todos han oído hablar o al que han estudiado en los manuales
de enseñanza secundaria, dando por sentada su “genialidad”, sabiendo que es “uno
de los grandes”. Pero apenas se deja ver su presencia entre nosotros, no ya con
una traducción exigente, sino con su influencia en el quehacer de los poetas
patrios. Los pocos escritores españoles que se han acercado a la poesía de
habla inglesa han pasado por encima de él sin darse cuenta de su verdadera
entidad, centrando su mirada en el romanticismo más esplendoroso de un Blake o
en el más sosegado de un Wordsworth, de la mano de un Coleridge más versátil.
Sólo el “Adonais” de Shelley, traducido en varias épocas, nos ha recordado a
Keats, si bien piadosamente. Pero es que la mayor influencia del romanticismo
en España, descartando la primera conexión de Espronceda con Byron, ha venido
siempre desde Alemania, sobre todo con la obra de Heine y luego Novalis,
Hölderlin y los grandes pensadores de la época.»
Sin
duda, Alejandro Valero está en lo cierto, pero aparte de su contextualización
en la cultura española, más adelante, en el apartado titulado: Las alas de la Poesía, nos hace
hincapié en el verdadero valor de su obra que, como podremos apreciar, se sitúa
mucho más allá del romanticismo; un movimiento que en sus últimas odas se le
quedó pequeño. Y así nos lo describe Valero: «Realmente John Keats es un
creador singular en su generación. El romanticismo, como etiqueta literaria, no
se ajusta a su envergadura de poeta, pues se le ha considerado como un
realista, por distintos motivos: porque no casa con una concepción intelectual
del hecho poético y porque se “entretiene” demasiado con los objetos y paisajes
de la realidad. Hasta qué punto esto es verdad quizá sea lo que centró gran
parte de las energías del poeta, de sus contradicciones, de sus intentos por
ensamblar dos estados de ánimo diferentes. Lo que comenzó como una atracción
hacia la naturaleza y sus hermosas apariencias fue poco a poco convirtiéndose
en un intento de aunar sensación y pensamiento, experiencia y éxtasis en un
complejo proceso poético sobre el que el poeta medita constantemente en sus
poemas, siendo así uno de los primeros poetas modernos que hace de su poética
el centro de su obra, lo que en él va unido a su experiencia vital y cultural.»
Y como
ejemplo de lo expuesto, queda aquí un soneto titulado, El poeta, que deja entrever muy bien el análisis que Alejandro
Valero ha hecho de su obra.
EL
POETA
«Durante
la mañana, la tarde o por la noche
el
poeta penetra en el aire encantado
llevando
un talismán que llame a los espíritus
de
plantas, cuevas, rocas y fuentes. A su vista
la
vaina de las cosas se abre hasta su seno,
y
todas las esencias secretas que hay allí
muestran
los elementos de bondad y belleza,
haciéndola
ver donde la Razón está a oscuras.
A
veces, con las alas asombrosas, su espíritu
vuela
sobre las cosas compactas y palpables
de
esta esfera diurna, y con sus destinados
cielos
realiza uniones prematuras y místicas,
hasta
que esos contactos sobrehumanos emiten
una
aureola visible en su mortal cabeza.»
Nota de Alejandro Valero: Soneto que algunos críticos atribuyen
a Keats.
Uno,
por su parte, cada vez que va a Roma, mira ese cielo azul que desprende una luz
tan especial, pues está teñida con la generosidad de los dioses; dioses
perdidos que, sin embargo, abandonaron al poeta británico a su llegada a la
ciudad eterna, pues apenas pudo disfrutar de él los primeros quince días de su
corta estancia romana, pues ese fue el corto período de tiempo en el que pudo
salir de la Casina Rossa, situada en el número 26 de la céntrica Piazza di
Spagna, para disfrutar de la belleza que, como una musa inalcanzable, se le mostraba
ante sus ojos. Una belleza que se erigió como una daga asesina, pues fue un
símbolo que aunó y enfrentó a la vez desdicha y belleza, insignes compañeras de
este último viaje del poeta de la melancolía inalcanzable, al que no cabe sino
dar gracias por mostrarnos el camino de la verdad y la belleza. «Algo bello es
un goce eterno» nos dejó dicho en el primer verso de su poema épico Endymion. Y ese dar gracias es lo que uno
hace cuando cada año visita el cementerio de Caio Cestio de la capital
italiana, escondido tras el murmullo de los vehículos sobre los adoquines de
las calles que lo circundan, y la sombra que proyectan los árboles y la
pirámide que hacen de testigos infinitos del devenir de los hombres. Y entre esas
luces y esas sombras que, recogen más si cabe ese estético espectáculo de la vida
después de la muerte, una leve brisa siempre me acompaña hasta su tumba, donde una
vez más, leo su famoso epitafio: «Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en el
agua», y mientras poso mi mano sobre él, siento que de alguna forma sigue vivo
entre todos nosotros.
Ángel
Silvelo Gabriel
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