Corríamos para cobijarnos de la
tormenta. Lo hicimos bajo un enorme vaso de cristal. Aliviadas, nos pusimos a
jugar. Creímos que ya no necesitábamos seguir huyendo. Grave error, porque
enseguida caímos en una zozobra parecida a una tempestad, y nos sumergimos
dentro de un gigantesco vaso de agua. Salimos despedidas, y la corriente nos
llevaba como si estuviéramos en un río, en una especie de tobogán infinito. Nos
reíamos mientras marchábamos calle abajo, encima de una inmensa ola torrencial.
No teníamos miedo, aunque veíamos coches inundados por el agua. Casi tropezamos
con un burro, al que su dueño intentaba sacar, junto al carro del que tiraba,
del socavón en el que se había metido. Nadie nos miraba, porque todo el mundo
estaba pendiente de ellos y no de nosotras. Íbamos tan rápido que enseguida
llegamos a una especie de desagüe. «¡Auxilio!», grité. Entonces mi hermana me
despertó y me preguntó qué me pasaba. He tenido una pesadilla. «Creía que nos
metíamos dentro de una gran cloaca», le dije. Un ruido nos alertó, y al
asomarnos por la ventana, vimos que el agua ya cubría el primer piso de nuestra
casa.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel
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