Arthur Miller
retrató como nadie esa impostura de felicidad con la revestimos a nuestras
vidas, lo que le hizo alejarse de una forma consciente del way of life o sueño americano. Quizá, tenga que ver en todo ello,
la amargura vital que le visitó en diferentes etapas de su existencia, lo que
le obligó a alejarse de sus sinsabores a través de lo que los creadores llaman
como otra vida; otra vida que derramó
en las conciencias de sus personajes. Dicen que, cuando escribió esta obra de
teatro, Panorama desde el puente —que le valió su segundo Pulitzer tras
Muerte de un viajante— se produjo el
final de su amistad con el director de cine Elia Kazan, quien lo
delató por comunista ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Un asunto,
el de la delación que está muy presente en esta obra, pero no sólo éste, porque
además hay que añadirle que en aquella época el dramaturgo inició su romance
con Marilyn
Monroe, lo que llevó aparejado su divorcio y la posterior boda con la
actriz. Un matiz, el del amor clandestino que también aborda en esta obra
dramática. Así, el buen hacer como autor de teatro de Arthur Miller —donde una
vez más nos sitúa en la tesitura de la honestidad con uno mismo y con los demás—,
es puesto en cuestión, sobre todo si los confrontamos con su vida privada. Una
aptitud ésta, con la que Miller fusiona realidad y ficción, y
que además le sirve para moldear de nuestra moral y nuestra conducta, para con
ello, dar algo de paz a nuestra conciencia —y de paso a la suya—. El problema
de este axioma, sin embargo, es que el universo que nos creamos, y en este caso
concreto, el de un estibador del puerto de Nueva York, no nos va a dar para
lanzarnos en un cómodo colchón de plumas sobre la felicidad, sino que más bien,
ese viaje va a resultar más parecido a lanzarse con un coche sin frenos por una
pendiente que acaba en un grueso muro que tiene escrito en grandes letras la
palabra: muerte.
Sin embargo, en este caso, la tensión dramática del
teatro de Miller es reinterpretada por el director francés, Georges
Lavaudant de una forma opuesta a las pretensiones iniciales de escritor
norteamericano, pues la despoja del naturalismo que según él posee, para
trasladarla a un estado puro que han intentado transmitir ya a través de las
proyecciones, del puente o de los edificios de viviendas de los emigrantes de
Brooklyn, que se arrojan sobre las paredes del escenario de la magnífica Sala Verde de los Teatros del Canal, que
posibilitan disfrutar de los mejores alardes técnicos sobre el escenario.
Artilugios técnicos y escenográficos aparte, lo que ha conseguido Lavaudant
es desdibujar el teatro de Miller para dejarlo irreconocible,
porque su anti naturalismo ha borrado las huellas del drama. En este sentido, Eduard
Fernández no resulta creíble en ningún momento —incluso sufre atropellos
en la dicción en algunos pasajes—, pues uno no acaba de ver esa tensión
dramática que se le supone, ni tan siquiera en la ropa que lleva. La puesta en
escena de su personaje adolece del mecanismo que, nos permita ver y sentir los
celos o la ira, en algo más que algunos gestos de la propia acción. Asimismo,
la elección del personaje del juez Alfieri
como narrador omnisciente de toda la trama, limita, sin lugar a dudas, el
desarrollo y desenlace de la obra, que llega a su final herida de muerte por el
incomprensible desenmascaramiento del relato. Dentro del naufragio siempre hay
excepciones, y sin ninguna duda, la mejor sobre las tablas es la siempre
efectiva Mercè Pons que, en el papel de Beatrice —esposa del estibador— introduce algo de cordura dramática
y actoral entre tanta desavenencia. Algo parecido podemos decir de la
impetuosidad de la joven Catherine —Marina
Salas— o de Pep Ambròs, en el papel de Marco.
Este drama, sustentado de una forma impostada en el tema
de la inmigración cuando lo en verdad importante es la relación amorosa entre
el tío y la sobrina, pues es la verdadera culpable de los problemas de
conciencia de Eddie, y por ende, del
resto del elenco de actores, se difumina entre bailes de candilejas y máscaras
mal retiradas. La oscuridad, el miedo y la alta traición que conlleva la
delación en sí misma, se trasponen a lo largo de los diálogos entre Eddie y Alfieri, lo que nos deja, cuando
menos, fríos ante la desgracia y atónitos ante la gran ovación que acompañó a
la obra al final de la representación. Eso, sin duda, es lo mejor del mundo del
arte: la división de opiniones que, en los Teatros
del Canal, convirtieron al anti naturalismo que borra las huellas del drama
propuesto por Lavaudant, en una concatenación de buenismo incontrolado.
Ángel Silvelo Gabriel.
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