domingo, 10 de diciembre de 2017

HOTELES Y MALETAS.- MICRORRELATO DE ÁNGEL SILVELO


 
Hoteles y maletas, como el juego perfecto donde los sueños se pierden en la nebulosa de los deseos…, hoteles y maletas, como la perfecta combinación de las pasiones que primero dejan huella y más tarde se transforman en fantasmas de las ausencias…

Abro la puerta del armario mientras compongo esta serie de pensamientos perdidos en los últimos refugios de mi memoria. No me cuesta dar con la pila de maletas que se esconden en la silente oscuridad del fondo de mi nuevo closet. Cojo la más grande y la abro, conocedor de que las guardo al estilo de las matrioskas rusas, en un maravilloso juego que conjuga a la perfección orden y espacio. Cuando le toca la vez a la más pequeña, la saco a la generosa luz del pasillo, y, compruebo, si contiene algo en su interior. Entonces, un golpe repentino de mi memoria, me advierte del peligro que estoy corriendo, y mi cabeza se inunda de pensamientos del estilo: hoteles y maletas, secretos sin confesar… «¿Qué habrá detrás de su cremallera?», me pregunto…, pero cargado de una repentina valentía abro con decisión la intimidatoria cremallera; resultado: está vacía. Me la quedo mirando y recuerdo la ilusión con la que Inés y yo fuimos a comprarla a unos grandes almacenes, y cómo, por casualidad, nos encontramos con un viejo amigo de Inés que, también por casualidad, era el jefe de la sección de artículos de viaje. Aquel día, buscábamos una maleta para los fines de semana, pequeña, de fácil manejo y tan fugaz como los buenos momentos de intimidad y placer de los que disfrutaríamos en nuestros particulares viajes a hoteles que nos distanciarían de la rutina diaria, y, que además, nos acercarían el uno al otro. Y ahora que lo pienso, me doy cuenta que todos los verbos están conjugados en condicional. «¿Acaso cabe alguna condición en el verdadero amor?», me pregunto.

Hoteles y maletas, como deudores de falsas facturas exentas de cariño…, hoteles y maletas, como espejos rotos que declaman nuestros mezquinos sentimientos. Sí, todo partió de una casualidad, de un reencuentro, de un recuerdo; un inesperado recuerdo que hace que me fije en el pequeño bulto que sobresale de la tapa superior que, en su parte interior, tiene un compartimento destinado a las prendas más delicadas. Abro la cremallera, pero en vez de sacar su contenido, lo toco. Mi tacto sabe distinguir el calzoncillo olvidado de mi último viaje de trabajo, porque ese fue el destino final de nuestras inocentes ilusiones iniciales, reconvertirlas en viajes de trabajo y vacaciones familiares donde nosotros no éramos los verdaderos protagonistas de aquellas historias viajeras; o eso al menos creí yo. Víctima de mis propios errores, y de los ajenos, la cierro con decisión y la cojo del asa, pero cuando me dispongo a terminar de cumplir con mi misión, recuerdo lo que Inés me dijo aquella tarde: ¿cariño, has comprobado que esté vacía? Lo que de nuevo me lleva a nuestra última conversación:

—No— le contesté—. Sólo tiene el neceser de mi último viaje de trabajo— le miento.

—Será otra cosa— me contestó ella—, pues recuerdo haberlo sacado y haber usado ya todos los productos que contenía.

Hoteles y maletas donde las cúpulas de los recuerdos dejan de ser transparentes…, hoteles y maletas, como perfecto binomio de las declaraciones de guerra no pronunciadas. Todavía, víctima de mis propios errores, y de los ajenos, soy incapaz de firmar el armisticio que de una vez por todas me traslade a ese espacio donde sólo reine la paz que tanto necesito, pero como no me siento con las fuerzas suficientes para dar ese gigantesco paso antes de meter de nuevo la maleta en el armario, me pierdo en la inmensidad de la moqueta de la habitación del hotel en el que resido desde aquella fatídica tarde. Sólo le pedí dos cosas a Inés: quedarme con el juego de maletas e irme a vivir a un hotel. Y ahora, que de nuevo intento abrir la valija más pequeña para extraer aquello que no quiero ver, mi escasa inteligencia todavía es capaz de avisarme que no lo haga. Mi escaso valor para enfrentarme a la realidad me lleva hasta mi infancia, hasta aquellos días en los que pasaba las tardes viendo películas de misterio; películas de misterio en las que a veces, después de la palabra the end, no te enterabas de quién era el asesino. Y del mismo modo que entonces, renuncio a saber la verdad, y me engaño a mí mismo a la vez que por fin deposito la maleta en el lugar que le corresponde dentro del puzzle estilo matrioska, en un maravilloso juego que conjuga a la perfección orden y espacio. Pero cuando creo que ya he superado el miedo a salir del agujero donde me he metido, me quedo sin el aliento suficiente para poder sentarme en la silla del escritorio de la habitación del hotel en el que me encuentro, porque recuerdo, sin poder remediarlo, la sonrisa Profidén del antiguo novio de Inés. Un sujeto al que yo no conocía, pero que hasta este momento, yo creía que nos había vendido uno de los mejores recuerdos de nuestra vida.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel

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