jueves, 1 de marzo de 2018

EL SEUDÓNIMO LITERARIO. Un artículo de Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz


A lo largo de la historia, muchos escritores han preferido, por diferentes motivos, utilizar un nombre falso en lugar del suyo propio.
El recurso del seudónimo masculino ha sido uno de los más utilizados a la hora de ocultar que la autora era mujer. Hace 200 años esto estaba perfectamente justificado, porque se entendía que escribir no era ni debía ser una actividad de mujeres. En el fondo lo que había era un deseo del autor, de la autora en este caso, de que se leyera su obra sin ningún tipo de prejuicio, desde una perspectiva libre y en igualdad de condiciones.
Por eso muchas escritoras tomaron la decisión de ejercer su profesión a escondidas, muchas veces, con grandes penurias. Imagen inolvidable, por increíble, es la de la inglesa Charlotte Brontë escondiendo el manuscrito de Jane Eyre, para ponerse a la tarea de pelar patatas. O la de la escritora española Rosalía de Castro quejándose de que no había momento en el que no le recordarán que tenía que dejar la pluma y dedicarse a zurcir los calcetines del marido. Y es que además de prejuicios, hay que hablar de vergüenza, discriminación, miedo, injusticia, ninguneo… palabras estas que la sociedad impuso a las mujeres por su deseo vital de expresarse con la literatura.
Pero hubo casos, como el de la gallega Emilia Pardo Bazán, que se negó a escribir con seudónimo y tuvo que sufrir la burla y el menosprecio de escritores y académicos aun siendo una de las mujeres más ilustradas que abogó por la educación de la mujer y a pesar de su posición social como descendiente de una familia noble. No está de más recordar aquí que fue rechazada para entrar en la Academia de la Lengua, al igual que Gertrudis Gómez de Avellaneda, una de las dramaturgas más importantes de la época, que se adelantó a su tiempo al reivindicar la independencia y capacidad de decisión de las mujeres y la zaragozana María Moliner, creadora de uno de los mejores diccionarios de la Lengua.
Luego encontramos a aquellos escritores que quisieron utilizar un nombre menos habitual o más original que el propio. Aquí tenemos a Mark Twain y a George Orwell. Twain es en realidad Samuel Langhorne Clemens. Debido a su oficio de navegante ─uno de los muchos que desempeñó─ tenía la tarea de anotar (to mark) la profundidad de los ríos para comprobar si eran navegables o no. Para eso utilizaba la expresión “wain” que, en el argot marinero, significa que el río tiene dos brazadas y por tanto es posible navegar por él.
En el caso de Eric Arthur Blair, antes de optar por el seudónimo definitivo consideró nombres como Kenneth Miles o H. Lewis Allways, pero finalmente se decantó por el de George en honor al patrón de Inglaterra, y por el apellido de Orwell por considerar al río Orwell en Suffolk uno de los lugares más emblemáticos del país, además de pensar que la elección de un apellido que comenzara por la letra O le daría una mejor posición a sus libros en las estanterías de ventas.
También está el caso de los narradores que tuvieron que evitar a unos padres incomprensivos. Aquí nos topamos con el chileno Pablo Neruda, que publicó su primer trabajo literario a los 13 años con su verdadero nombre, Neftalí Reyes. Su padre, trabajador de una compañía ferroviaria, desaprobaba las actividades literarias de su hijo, por lo que el joven escritor ─para evitar el malestar del padre por tener un hijo poeta─ comenzó a utilizar ese seudónimo literario, probablemente en honor al famoso escritor checo del siglo XIX Jan Neruda.
También descubrimos a Garcilaso de la Vega que, por genealogía, tuvo que llamarse Suárez de Figueroa. Fue su propio padre quien decidió cambiarle el nombre por el que hoy todos lo conocemos, ya que antes había sido utilizado por algunos ilustres antepasados de su aristócrata familia y esto le hacía socialmente más influyente.
El no querer saturar el mercado con libros escritos bajo un mismo nombre ─así podía escribir dos al año─ ha sido la excusa de Stephen King que, en los años 70 y bajo indicación de su editor, decidió publicar seis novelas bajo el nombre de Richard Bachman. Una vez que se descubrió el verdadero nombre bajo la máscara, el autor decidió matar a su alter ego, al que incluso organizó un entierro falso, y consiguió publicar una novela póstuma con su seudónimo.
Existen, además, escritores que han utilizado un nombre falso como estrategia de venta y a la vez para evitar presiones. J.K Rowling, la escritora de Harry Potter ha confesado ser la pluma que se encontraba detrás de la novela El canto del cuco, firmada bajo el nombre de Robert Galbraith. La autora ha reconocido que decidió utilizar esta falsa identidad para huir de la presión que había sentido al publicar las últimas entregas de la saga Potter. Y aquí en España nos encontramos al escritor Ángel Torres Quesada quien confesaba que lo de firmar como A. Thorkent ─juego de palabras con sus dos apellidos─ era una imposición de la editorial. Pensaban que el nombre en inglés era mucho más atractivo para los lectores de la época.
Luego tenemos a los que desean diferenciar su obra “seria” de otro tipo de trabajos. Este es el caso del autor de Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas. Con el nombre de Lewis Carroll decidió publicar sus obras literarias y con el de Charles Lutwidge Dodgson, sus escritos en el mundo de las matemáticas. En este grupo metemos también a la autora de la novela Historia de O. El alias Pauline Réage, que durante años se creyó era el seudónimo de un hombre, protegía la respetabilidad de una intelectual, Anne Desclos, amante de un consagrado editor que publicó el libro preservando el anonimato. Lo hizo tan bien que nadie se enteró hasta 1994 ─la novela se publicó en 1954─, cuando ella misma lo reveló en una entrevista.
También queremos recordar dos casos curiosos: el del autor que opta por varios seudónimos y el contrario, el de dos escritores que escriben juntos bajo uno solo. En el primero nos encontramos al célebre poeta y escritor portugués Fernando Pessoa. Los seudónimos fueron mucho más que un alias: directamente se desdobló en varias personalidades ─heterónimos─ que adquirieron realidad al adoptar un estilo propio diferente del autor original. Los tres más conocidos fueron Álvaro de Campos, Ricardo Reis y Alberto Caeiro. Un cuarto, Bernardo Soares, “autor” del Libro del desasosiego, es considerado un heterónimo a medias por no poseer una personalidad totalmente diferente de la de Pessoa y no tener fecha de “fallecimiento”, como los otros. Y en el segundo caso tenemos a Honorio Bustos Domecq, seudónimo bajo el cual Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares escribieron a dúo: Bustos era el apellido de un bisabuelo de Borges y Domecq, de uno de Bioy Casares.
Pero son los dos últimos casos que vamos a describir a continuación los que últimamente están planteando problemas a la comunidad literaria y son los que ponen en el punto de mira el tema referido a los límites necesarios o posibles que unen al autor con su obra.
El primero es el de Elena Ferrante. Sabemos, por las pocas declaraciones que ha dado Ferrante, que para escribir su saga Dos amigas se inspiró en una larga y complicada amistad que entabló en la infancia. La perspectiva narrativa centrada en el personaje de Elena y convergente con la escritora a modo de una voz autobiográfica hace que se dé una identificación entre personaje y autor. Esto es lo que Ferrante ha querido evitar manteniéndose en la sombra, así podía acercarse a lo inconfesable, sin tener que rendir cuentas a nadie. Pero el periodista italiano Claudio Gatti descubrió que tras ese seudónimo se ocultaba la traductora Anita Raja y lo hizo público sin ningún reparo.
El otro caso es el de la escritora Laura Albert quien, tras el seudónimo de J. T. Leroy, escribió una autobiografía: Sarah. La obra narra la historia sobre abusos a un menor, supuestamente inspirada en la vida real del propio Leroy. Pero se ha descubierto que esa realidad no era más que un producto de la imaginación de Laura Albert. Durante casi una década J.T. Lereoy, ese ser imaginario que ella utilizó como alter ego, consiguió engañar a la práctica totalidad del establishment literario y periodístico estadounidense. A todos les dijo que un psiquiatra le había recomendado expurgar sus demonios escribiendo y todos le apoyaron y le ayudaron a abrirse camino en la industria editorial. Ira Silverberg, su editor, junto con otros escritores, creyó estar ayudando a un joven del que habían abusado de niño, que se había prostituido, que tenía sida y que estaba superando una experiencia de violencia a través del arte. Cuando se descubrió el fraude, la autora fue acusada por la productora que compró los derechos para llevar Sarah al cine, y un tribunal federal la condenó a pagar 116.500 dólares por daños y perjuicios.
Estamos ante un pulso entre la realidad y la ficción y también ante el eterno enfrentamiento entre arte y comercio. En opinión de Ferrante, una vez escrito el libro ya no necesita a su autor. Ante una gran obra literaria el nombre que se esconde detrás de la pluma es lo que menos importa ¿Por qué mejoraría un texto el saber determinados detalles de la vida de su autor? El escritor no sabe nada de sus lectores y sus lectores no saben nada de él. La única conexión entre ambos se da en el espacio neutral de la ficción. Materia, por otro lado, de la que se nutre la Literatura.
Entonces, ¿es ético revelar la identidad de alguien que quiere mantenerse en el anonimato? ¿Quién es el principal beneficiario de ello? ¿Cuál es el límite entre el derecho a la información y el derecho a la privacidad? Hablar del seudónimo literario es sacar a la luz un tema de fondo: el saber frente al ocultar; el derecho del lector de conocer la autoría frente al derecho del escritor de esconderla. Esa es la cuestión.
Artículo de Manu de Ordoñana, Ana Merino y Anne Mayoz.

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