sábado, 26 de mayo de 2018

ORTEGA Y GASSET.- LA NOVELA PRESENTATIVA. Un artículo de Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz


José Ortega y Gasset (1883-1955) ha sido uno de los pensadores españoles que más proyección internacional ha tenido y el que más ha destacado dentro de aquella corriente de intelectuales que vivieron en la primera mitad del siglo XX. Su estilo, más cerca de la prosa literaria que del discurso filosófico, posee una brillantez expositiva en la que reside una de las claves del éxito y difusión de sus libros. En 1925, escribió La deshumanización del Arte e Ideas sobre la novela; en esta obra, medita sobre la anatomía y fisiología de la novela, como continuación de lo que ya expuso en su Breve tratado de la novela y que pertenece a Meditaciones del Quijote, publicada en 1914.
Dice Ortega que los editores se quejan de que mengua el mercado de la novela. En efecto, acaece que se vende menos novelas que antes y que, en cambio, aumenta relativamente la demanda de libros de contenido ideológico. Denuncia las dificultades que el autor moderno encuentra a la hora de escribir una novela y las justifica por el hecho de que es un género agotado.
Siempre ha sido cosa difícil producir una buena novela. Para lograrlo bastaba con tener talento. Pero hoy eso no es suficiente. Durante un cierto tiempo, los escritores pudieron escribirlas por la sola novedad de sus argumentos. Por algo se llama al género “novela”, es decir, “novedad”. Así parecieron legibles muchas novelas que hoy resultan insoportables. Pero solo existe un número definido de temas y al escritor del siglo XX le resulta prácticamente imposible hallar nuevas figuras. He aquí el primer factor que limita la creación literaria, aun a pesar del genio y la destreza que posea el que lo intenta.
A esta dificultad, se añade otra quizá más grave. Conforme se iban publicando novelas originales, la sensibilidad del público se fue haciendo más rigurosa y exacta, creció la exigencia de proposiciones “más nuevas”, hasta que se produjo en el lector un embotamiento de la facultad de impresionarse. Este segundo factor gravita hoy sobre todo el género.
Por estas dos razones deduce el ensayista que el género novela, si no está irremediablemente extinguido, se halla en su período último y padece una tal penuria de materias posibles que el escritor necesita compensarla con una exquisita calidad en el resto de ingredientes. La prueba está en que aquellas novelas famosas o “clásicas” que antaño tuvieron éxito hoy parecen peores o “menos buenas”. Son muy pocas las que se han salvado del naufragio en el aburrimiento del lector.
Bajo este supuesto, afirma Ortega que lo importante en la novela no es el argumento, sino los aspectos formales, algo parecido a lo que ocurre con la pintura moderna. El objeto que se expone no está presente en toda su plenitud, solo se ofrecen algunas alusiones a él, pobres y no esenciales. Cuanto más miremos el lienzo, más claro nos es la ausencia del objeto. Esta distinción entre mera alusión y auténtica presencia es, en mi entender, decisiva en todo arte; pero muy especialmente en la novela.
Si analizamos la evolución de la novela desde sus inicios, vemos que el género se ha ido desplazando de la pura narración—que era sólo alusiva— a la rigorosa presentación. En sus comienzos, pudo creerse que lo importante para la novela era su trama. Pero pronto dejaron de atraer las aventuras de los protagonistas, para penetrar más en ellos, entenderlos, sumergirnos en su mundo, en su atmósfera. El imperativo de la novela es la autopsia, el examen minucioso del personaje; nada de referirse a lo que es, sino a lo que hace o dice, para que el lector lo interprete. De narrativo o indirecto, el relato se ha ido haciendo descriptivo o directo. Fuera mejor decir presentativo.
Frente al narrador omnisciente característico de la novela decimonónica, Ortega se inclina por un narrador objetivo, más acorde con el método presentativo que él considera apropiado para la novela. Por eso, Ortega ve como adecuadas para construirla algunas de las técnicas características del género teatral, en particular, la forma de introducir los personajes, a los que el narrador deja dialogar sin su intervención.
Si en una novela leo “Pedro era atrabiliario”, es como si el autor me invitase a que yo realice en mi fantasía la atrabilis de Pedro, partiendo de su definición. Es decir, que me obliga a ser yo el novelista. Pienso que lo eficaz es, precisamente, lo contrario: que él me dé los hechos visibles para que yo me esfuerce, complacido, en descubrir y definir a Pedro como un ser atrabiliario.
Según esto, la novela ha de ser lo contrario que el cuento. El cuento es la simple narración de peripecias. La aventura no nos interesa hoy o, a lo sumo, interesa sólo al niño interior que, en forma de residuo un poco bárbaro, todos conservamos. El resto de nuestra persona no participa en el apasionamiento que el folletín provoca. Es muy difícil que hoy quepa inventar una aventura capaz de atraer a una “sensibilidad superior”, una cualidad que el pensador español exigiría al lector del tipo de novela que él propone.
En Grecia, en la Edad Media, se decía que los actos son consecuencia y derivados de la esencia. En el siglo XIX, se considera como un ideal lo contrario: el ser no es más que el conjunto de sus actos o funciones. A partir de Kant, predomina una exacerbada tendencia a eliminar de la teoría las sustancias y sustituirlas por las funciones. Por ventura, ¿estamos mutando hoy de las acciones a la persona, de la función a la sustancia? Pues sospecho que la novela de alto estilo tiene que tornar de un arte de aventuras a un arte de figuras; más que inventar tramas, debe idear personajes atractivos.
Se atribuye a Dostoievsky el carácter inconsciente, turbulento de sus personajes y se hace del novelista mismo una figura más de sus novelas, que parecen engendradas en una hora de éxtasis demoníaco por algún poder elemental y anónimo, pariente del rayo y hermano del vendaval. Sin embargo, Ortega defiende que, antes que otra cosa, el escritor ruso es un prodigioso técnico de la novela, uno de los más grandes innovadores de la forma novelesca. Sus libros son casi siempre de muchas páginas y, sin embargo, la acción presentada suele ser brevísima. A veces, necesita dos tomos para describir un acontecimiento de tres días, cuando no de unas horas. A Dostoievsky no le duele llenar páginas y páginas con diálogos sin fin de sus personajes para, merced a ese abundante flujo verbal, otorgarles una evidente corporeidad que ninguna definición puede proporcionar.
Ese hábito de no definir, antes bien, de despistar, esa continua mutación de los caracteres, esa morosidad o tiempo lento, no es uso exclusivo de Dostoievsky. Stendhal lo utiliza en todos sus libros mayores, incluso en Rojo y Negro, a pesar de ser una novela biográfica.
Y Proust lleva esa secreta estructura a la máxima expresión: la lentitud llega a su extremo y el relato se convierte en una serie de planos estáticos, sin movimiento alguno, sin progreso ni tensión. La novela queda así reducida a pura descripción inmóvil, sin algo tan esencial como es la acción concreta. Su papel ha de ser mínimo, pero no cabe eliminarla por completo. Al renunciar del todo a ella, Proust ha escrito una novela paralítica.
Por tanto, hay que invertir los términos: la acción o trama no es la sustancia de la novela, sino, al contrario, su armazón exterior, su mero soporte mecánico. La esencia de lo novelesco no está en lo que pasa, sino precisamente en lo que “no pasa”, en el puro vivir, en el ser y el estar de los personajes. La táctica del autor ha de consistir en aislar al lector de su horizonte real y aprisionarlo en un pequeño horizonte hermético e imaginario que es el ámbito interior de la novela. En una palabra, tiene que “apueblarlo”, lograr que se interese por aquella gente que se le presenta. En vez de agrandar su horizonte, ha de tender a contraerlo, a confinarlo. Así y sólo así, prestará atención a lo que dentro de la novela pase.
La novela, aunque constituya un universo autónomo, independiente de la realidad, ha de ser construida con materias que imitan las formas de la vida. El novelista ha de intentar anestesiar al lector para la realidad y recluirlo en la hipnosis de una existencia virtual. El mundo de la novela ha de ser hermético y no trascender el mundo real. Como consecuencia de ese hermetismo, la novela no puede aspirar directamente a ser filosofía, panfleto político, estudio sociológico o prédica moral. Novelista es el hombre a quien, mientras escribe, le interesa su mundo imaginario más que ningún otro posible.
Por lo demás, es la novela el género literario que mayor cantidad de elementos ajenos al arte puede contener: ciencia, religión, arenga, sociología, juicios estéticos, con tal que todo ello quede, a la postre, desvirtuado y retenido en el interior del volumen novelesco. En una novela, puede haber toda la sociología que se quiera; pero la novela misma no puede ser sociológica. La dosis de elementos extraños que pueda soportar el libro depende en definitiva del genio que el autor posea para disolverlos en la atmósfera del relato como tal.
Para terminar, dice Ortega que, con estos pensamientos, no pretende aleccionar a los que sepan de estas cosas más que él: “Es posible que cuanto he dicho sea un puro error. Nada importa si ha servido de incitación para que algunos jóvenes escritores, seriamente preocupados de su arte, se animen a explorar las posibilidades difíciles y subterráneas que aún quedan al viejo destino de la novela. Pero dudo que encuentren el rastro de tan secretas y profundas venas si antes de ponerse a escribir su novela no sienten, durante un largo rato, pavor”.
Un artículo de Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz.

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