Aquel
13 de junio de 1888 la luz iluminó a Lisboa y a sus casas de varios colores de
una forma distinta, bajo las plomizas nubes de primera hora de la mañana, a las
que con toda certeza acompañaban las sirenas de los barcos que surcaban el Tajo
y, tras ellos, ese eco sordo de los trabajadores que acudían a sus oficinas en
La Baixa o El Chiado. Aquella mañana, las campanas de la Iglesia de los
Mártires en el Chiado —muy próxima al Largo de San Carlos cuatro, cuarto piso
izquierdo— darían fe con su sonido de las horas y, a su vez, de esa tenue
letanía que acoge a los perdedores desde su nacimiento. Aquel día nació Fernando
Pessoa ajeno al eco de la música procedente del Teatro San Carlos que
se encontraba al otro lado de la plaza y a las teclas del piano que tiempo
después le acompañaron en su primera infancia; un sonido que, como un eco
sordo, se quedó a habitar dentro de su alma, pues así lo dejó escrito años más
tarde cuando recordó aquellos sonidos procedentes del piano que tocaba una niña
en el piso de arriba. Él siempre quiso huir de aquel ruido que no entendía ni
disfrutaba y, quizá, de ahí proceda la
primera necesidad vital del poeta de ser otro, o un peridispéctico, como le
calificó el médico que le atendió en su infancia. «Era claramente un solitario —aseveró
el facultativo—, un neurópata en miniatura». Sin embargo…
…El
paso de los días que, desde aquel 13 de junio de 1888, se mostró implacable con
su anonimato en vida, cambió de rumbo hasta convertirle en ese portugués que,
si estuviera vivo, todos querrían conocer. Portugués universal, como en su
momento lo fueron Luis de Camoens, Vasco de Gama, o más
recientemente Amalia Rodrigues, representa como nadie el símbolo
cultural de todo un país, como quedó claro en la última exposición que el Museo
Reina Sofía le rindió a él y los ismos —sobre todo pictóricos— que
acaecieron en Portugal a principios del siglo XX. Sin embargo, la incertidumbre
del destino, en este caso se nos muestra rígida y terca, como casi siempre y, también,
como el universo desnudo y abstracto al que se refería el poeta; ese universo
hecho de negaciones nocturnas, lo que nos dibuja la figura de un poeta
universal, portentoso e incomprendido en la mayoría de las ocasiones y en lo
más profundo de su obra, aun sin completar por todos aquellos investigadores
que cada cierto tiempo o día a día se acercan a ella. Poemas, escritos, un
diario apócrifo, simples notas al pie de una página de periódico, o infinidad
de artículos esquivan, ya sin miedo, la temeridad de la actualidad diaria para
aposentarse en la senectud de lo intemporal, allí de donde nada ni nadie pueden
sacarlos ni se atreven a negar, porque arremeter contra Pessoa a día de hoy es
hacerlo contra todo un país: Portugal, preso como todos, de las contradicciones
y devenires del destino, pues nadie podría imaginar la ejemplaridad y
trascendencia de una obra incólume al paso del tiempo como es la pessoana y,
como quizá, en su momento le ocurrió a Cervantes tras escribir El
Quijote. Anécdotas intemporales aparte, la presencia en el mundo actual del
rey de los heterónimos traspasa con mucho los bordes de los papeles sobre los
que solía escribir y, como recientemente pudimos ver en Madrid, llegó a adentrarse
en la pintura y en los sucesivos movimientos que se dieron en su país a lo
largo de su vida. Reflejos de su omnipresencia que también están presentes en
las calles de Lisboa, en lo souvenirs para turistas, o en los anuncios
gigantescos que cubren las fachadas de sus grandes edificios y que hacen de
reclamo turístico para todos aquellos que aparte de intentar sumergirse más
allá de la saudade quieran hacerlo en
las calles, en las viviendas y en la vida de un escritor que, en sus momentos
de gloria anónima, no pisaba el suelo, pues se desplazaba en una especie de
levitación a un palmo de las brillantes baldosas lisboetas, igual que si fuera
una marioneta que pendiese de los hilos de un universo mucho más inmenso y
grandioso que aquel en el que vivió y del que se rodeó en vida.
La vida
de Fernando
Pessoa es la de un perdedor —mientras vivió— de esos que llenan las
páginas de las novelas épicas, históricas o románticas, pero también la de una
persona que nunca se conformó con aquello que tuvo al alcance de su mano y, de
ahí, que tuviera que inventarse otras vidas —heterónimos— y otros ámbitos —sus
respectivas vidas y obras—, para de ese modo suplir la ausencia que para él era
la esencia de su existencia. Extraño, solitario, meditabundo y gran conversador
cuando la ocasión lo merecía, deambulaba casi sin descanso en el escaso espacio
de un kilómetro cuadrado en el que desarrolló casi toda su vida desde que
regresó de Durban. En esas calles y, sus intrahistorias, Pessoa dio vida a una
multitud de personajes y desarrolló una grandiosa obra literaria que, con el
paso del tiempo, ha traspasado los límites insignificantes de los días para
reposar sobre la eternidad, pues eternos son su vida y su obra, muy por encima
de la mediocridad rampante que nos sacude en la actualidad y, que él, de una
forma no menos original esquivó, y sobre la que se superpuso a su diario e
incansable desasosiego, haciéndonos creer que la búsqueda de lo imposible era
la mejor metáfora de una vida que no admitía de más distracciones que las de la
propia creación y la dedicación a los otros a través de la literatura. En ese
terreno de noches solitarias y baldía de sueño fue donde su literatura se
convirtió en el instrumento necesario para llevarnos hasta esa otra vida a la que siempre se refieren
los escritores. Una soledad que, entre otras muchas renuncias, el alejó del
amor, si obviamos los dos namoros que mantuvo con Ofélia Queiroz y
la que al parecer sostuvo con la cuñada de su hermano pequeño, Madge
Anderson, una traductora de alemán de origen escocés y que vivía en
Londres y con la que mantuvo una nutrida correspondencia el año de su muerte.
Según José Barreto, investigador de la Universidad de Lisboa y
experto en el escritor portugués, el último poema que escribió Pessoa
en inglés, una semana antes de morir, estaría dirigido a ella: «Mas o meu pobre
coraçao anseia/ Por algo que está longe./ Anseia só por ti,/ anseia pelo teu
beijo.»
Referencias
amorosas aparte, una de las claves en la existencia de Fernando Pessoa fue su
perenne nomadismo de habitación en habitación, de casa en casa, de oficina en
oficina, como si con ello dispusiera una forma de viaje que le llevara lejos de
sí mismo para poder adentrarse mejor en esos espacios donde sus heterónimos
encontraban un mejor acomodo. Pero como la edad no es un testigo neutral de
nuestra vida, Pessoa acabó su trasiego cuando recaló en la Rua
Coelho da Rocha, 16 de Lisboa, en Campo de Ourique quince años antes de su
muerte, al regreso de su madre de Durban y cerca de una de sus hermanas. Desde
esa casa partió al hospital de San Luis de los Franceses donde falleció el 30
de noviembre de 1935 a los 47 años de edad y, desde allí, a la gloria. Primero
al cementerio Dos Prazeres junto a su abuela Dionisia, y cincuenta años más
tarde al claustro del Monasterio de Los Jerónimos en Belém, junto a los más
ilustres portugueses.
Ángel Silvelo Gabriel.
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