Hampstead, al norte de Londres. Septiembre de 1820, cuando el verano languidece y la salud de John Keats se resquebraja. ¿Esperanza? Solo una. La de marchar lejos del invierno londinense en busca del sol de Italia. De Roma y sus calles adoquinadas. De Roma y sus museos, su arte, sus fuentes…, y la niebla del Tévere. Todavía lejos del Cimitero accatolico de Roma, y de su famoso epitafio: «Aquí yace Uno/ cuyo nombre estaba escrito en el agua».
“La luz se torna azul, como si
de repente todo hubiese dejado de ser real y mis sentidos acabasen perdidos
dentro de uno de mis sueños. Miro el jardín a través de las cortinas de la
habitación, y, a pesar de mi malestar, todavía me siento con fuerzas para crear
una poesía que sea capaz de atrapar parte de ese reflejo que la última luz de
la tarde me envía. «La vida es un reflejo», pienso. Sin embargo, nunca
intentamos asir ese efímero destello, sino que más bien nos comportamos como si
nuestra existencia se quedara prisionera dentro de la imagen del cristal que
solo vemos. Ese es nuestro gran error, porque la verdadera vida huye en apenas
un instante, justo el que dura ese centelleo en el que casi nunca reparamos.
Yo, ahora busco ese reflejo sin llegar a encontrarlo, y me pierdo como un
huérfano lo hace en sus recuerdos. Imágenes que esta vez se depositan en un
arca sonora y oscura, próxima y terrible a la vez. Mis amigos, junto al doctor
Bry, creen que debo abandonar Inglaterra. Un invierno más aquí agravaría mi
estado de salud y sería definitivo para mi vida. La tisis que anida dentro de
mis pulmones precisa de otros aires, me han dicho. Y lo han hecho en un tono de
tal preocupación y zozobra, que ya no puedo borrar de mi cabeza las expresiones
de sus rostros. «¿Acaso existe otra solución?», me lamento entre sollozos
imaginados, como aquellos que soñé cuando murió mi madre. Esta vez, mi orfandad
es fingida, porque ellos lo han pensado todo por mí, como si fueran los tutores
de mi desdicha. Incluso han imaginado el lugar donde mi pecho se sentirá más
aliviado, porque antes de venir a verme han decidido que viaje a Italia, ya sea
por tierra o por mar. Sonrío al pensarlo, porque casualidad o no, también he
recibido una carta de Shelley invitándome a pasar el invierno junto a él en
Pisa.
Soy víctima tanto de mi salud como de mi situación económica, pero esta, al menos, se resolverá mediante una colecta entre mis amigos y admiradores, aunque yo, en mi intimidad, me permitiré un gesto de libertad cuando le pregunte a Taylor, mi editor, por el precio del viaje y la cuantía de un año de residencia en Roma. A pesar de mis preocupaciones, todo está arreglado, según parece. No iré solo, porque sin necesidad de discutirlo, Haslam ha tenido la idea de que sea el joven pintor, Joseph Severn, quien me acompañe. Una propuesta que este ha acogido de muy buen grado. Sin embargo, en mi silencio, yo hubiese preferido que Brown, el hombre más cercano a mí y a mi atormentado espíritu, fuera el designado, pero como yo sabía muy bien esa elección era imposible. Sin necesidad de mirarle, por un momento he pensado en las estrecheces económicas a las que se ha visto abocado después de haber dejado embarazada a su criada; un hecho que, en sí mismo, no le permite un gesto tan heroico hacia mi persona. No obstante, son muchas las casualidades que inciden en este viaje, y una de ellas es que Severn disfruta de una beca de la Royal Academy tras ganar la medalla de oro a la mejor pintura histórica por su cuadro Caverna de la desesperación de Spenser, lo que le deja libre de cargas a la hora de acompañarme en esta tenebrosa travesía, y sin la preocupación de ser un nuevo contratiempo para nadie.”
Extracto de la novela Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel
No hay comentarios:
Publicar un comentario