lunes, 2 de noviembre de 2020

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (IX) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: EL POETA DEL SILENCIO #JohnKeats200aniversario

 


¿Dónde habitará mi alma después de mi muerte? Hasta ahora, nunca había sentido la necesidad de plantearme qué será de mí una vez que haya muerto. Estoy seguro de que los espacios serán otros y los lugares, extraños y opacos, por mucho que no me los imagine. Creo que el silencio lo acaparará todo. Lejos de aquí, solo seré el poeta del silencio; el poeta condenado a habitar en un alma muda e indefensa contra el transcurrir del tiempo y del resto de sus días. Quizá mi desdicha no sea total, y haya un hueco para el olvido dentro de mi biografía del silencio; un tiempo para comenzar de nuevo, un tiempo para la contemplación… La ausencia de palabras es probable que además me traiga la ausencia de enfermedades y tormentos, y allí, en la lontananza del infinito, todo se limite a ser como un lago en verano al anochecer, donde sus tranquilas aguas solo son iluminadas por una luna altiva que les da un poco de vida en la noche, en una soledad donde no existe nada más que la auténtica verdad; la verdad que no admite dobles interpretaciones, como el camino del genuino amor que en toda su longitud no tiene ni una sola bifurcación por la que desviarse. Todos los caminos conducen a Roma, nos recuerdan en esta cuna del arte, como todos mis deseos me llevan a la belleza y a Fanny… Después de mi muerte, a través del tiempo, tal vez consiga ser feliz y, sobre todo, respirar paz; una armonía que ojalá me permita ser yo, sin dudas ni reproches… en el país del silencio…

 ...Mis divagaciones me abstraen de esta realidad silenciosa que me acompaña y se adelanta a la definitiva, a aquella que dictan mis más próximos designios. Junto a ella, el brazo de Severn, y entre ambos, una especie de levitación que se escapa de mis sentidos hasta que paso a paso llegamos al final de Via del Corso y comienzo a divisar algo así como una ensoñación romántica. Veo la Columna de Trajano que se alza majestuosa como un faro que vigila los foros romanos. Luz sobre la nada. Vigía omnipresente de los días y las horas. Guardián privilegiado de las ruinas de la República y del Imperio. Testigo milenario de una milenaria civilización… Según voy avanzando, creo que he sido víctima de una pócima mágica que me ha trasladado a otro lugar, a otro tiempo, a otra vida… «¿Cabe algo más bello que esta suntuosidad del hombre a su paso por la tierra?», me pregunto. En este punto, mis averiguaciones derivan en la hipótesis de la victoria del arte sobre el transcurrir de los días. Hombres y civilizaciones enteras han sido, y serán, arrasadas por sí mismas o por la supremacía de otros u otras, sin embargo, los testigos mudos de esos espacios de la historia siguen ahí, mitad ruina, mitad prueba cierta de la herida del hombre, nacida de su necesidad de expresión artística en el devenir del tiempo. Templos, arcos, basílicas y columnas, dispuestos en pos de un universo onírico y letal para aquellos que creen ver en ellos la belleza como única expresión de la salvación del hombre. Reencarnados o no, los hombres podrán atestiguar con su mirada y su palabra aquello que los magnifica por encima de la política y de sus propias traiciones. El arte, así sentido y transmitido, es el mayor reflejo de la humanidad que pervivirá al transcurso del paso del tiempo y de las civilizaciones que poblaron la tierra. No se me ocurre mayor expresión de libertad que la del hombre y sus manifestaciones artísticas como punto de partida para derribar las formas políticas que le han tocado vivir. En mi caso, por ejemplo, en Nápoles «no podía soportar la idea de ir a la ópera, a causa de los centinelas instalados constantemente en el escenario, a los que al principio tomé por integrantes del conjunto escénico». «Iremos inmediatamente a Roma», dije. «Sé que mi fin se aproxima, y la constante y visible tiranía de este gobierno me impide tener tranquilidad espiritual. No podría descansar aquí. Ni siquiera mis huesos he de dejar en medio de este despotismo». 

Ahora sé que solo lograré la paz eterna e infinita de mi espíritu y mis días a través de mis poemas, pero como ya no soy capaz de componer ninguno, mi anhelo únicamente llegará a mí a través de la lectura y la reflexión sobre aquello que en su día fui capaz de componer. Sin embargo, enseguida soy consciente de mi injusticia al obviar la contemplación. La pura contemplación de estos templos en ruinas son, si cabe, el mayor de los destierros y el mayor de los desafíos a la hora de engañarme a mí mismo diciéndome que ya no me queda nada, sino la libertad que me llegará con la muerte. 

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.

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