miércoles, 18 de noviembre de 2020

DIARIO DE UN NÁUFRAGO (XIII) —200 ANIVERSARIO DE LA MUERTE DEL POETA BRITÁNICO JOHN KEATS—: IMAGEN VENTANA #JohnKeats200aniversario

 


El tiempo pasa con lentitud, pero no con la suficiente para que mi cuerpo se recupere del último esfuerzo que me supuso subir las empinadas escaleras hasta el segundo piso de la casa número 26 de la Piazza di Spagna. Con el paso de los días me siento como una planta marchita, pero aún así, estoy sediento de la luz y del aire que existen tras las paredes de esta silenciosa morada. Hay ocasiones en las que necesito salir de mi escondite; porque ni los libros, ni la música de Haydn que Severn toca en el piano que ha alquilado son suficientes para atemperar este dolor húmedo que aprisiona a mi pecho. Mis enfermos pulmones también precisan de una medicina que solo mis ojos les pueden dar. «El tacto tiene memoria, pero la mirada inteligencia», pienso, y me invento una treta para que mis bronquios también puedan respirar un poco de aire fresco. Lo hago tan rápido, que la impetuosidad de mis pensamientos se adelanta a mis palabras, y me sorprendo a mí mismo cuando exclamo: ¡salgamos! 

Hace sol esta mañana y, aunque Severn no está de acuerdo con el designio de mis deseos, finalmente decidimos dar un corto paseo. Para quitarle ese sentimiento de culpa que a veces le persigue, le digo que sería una pena perderse el maravilloso espectáculo que este lugar nos proporciona con tan solo poner nuestros pies en la calle. No obstante, antes de salir me dirijo hacia la ventana de la estancia más grande de la casa, la que da hacia la plaza, y me quedo mirando las escaleras. Desde aquí, me recuerdan a las cicatrices milenarias que tatúan los relieves de las pirámides, incólumes al paso del tiempo. Si no alzo la mirada hasta Trinitá dei Monti, pienso que son infinitas, como la luz del cielo que en esta ciudad no parece apagarse nunca. Me tapo los ojos porque necesito dejar de ver tanta materia sin fin en comparación con mi vida, y me concentro en el bullicio de la gente que atraviesa la plaza y, en apenas un instante, justo lo que dura un momento de silencio en este lugar, siento el gorgoteo de la fuente, e imagino que la escalinata es una grandiosa cascada que nutre de agua a la Barcaccia, a la que los Bernini, padre e hijo, solo proporcionaron una apariencia de «humilde bañera o barco naufragado». En mi imaginación, el agua empuja con fuerza escalones abajo, pero como el aliento, que se pierde en el aire nada más salir de nuestra boca, desaparece entre las calles olvidadas de Roma. 

Mi ímpetu se transforma en debilidad a la misma velocidad que mis pensamientos hacen desaparecer una gigantesca cascada de agua en las calles de Roma y, casi sin darme cuenta, estoy agarrado al brazo de Severn y, sin poder remediarlo, le digo que nos sentemos a descansar en uno de los peldaños, un poco antes de llegar a la primera terraza de la gran escalera. Le insisto en que, desde aquí, también podemos ver pasar a las personas, los animales y los carruajes, y disfrutar de la compañía que la contemplación de tantos objetos animados nos proporciona. Sin embargo, mi mirada se encuentra perdida, y busca algo en mitad de ese inmenso océano repleto de bullicio que, más que olas o agua, solo desprende sensaciones encontradas que confunden a las pocas certezas que le quedan a mi espíritu que, a bocanadas, parece decirme que ya no tengo mucho tiempo. Una vez que mi intuitiva mirada consigue atravesar ese mar de multitudes tenebrosas se detiene en la ventana de la habitación por la que antes he mirado la plaza y, sin quererlo, me pregunto de cuánto tiempo dispongo para que esta visión sea definitivamente en dirección inversa. 

Mis pensamientos se alejan de la podredumbre de mi alma y se fijan en una joven, apenas una muchacha de quince años, que baja alocadamente las escaleras. Se para delante de Severn y de mí, y es la primera vez que no veo un rostro de preocupación al verme, sino que su expresión es más bien la de una persona que compadece a aquel al que ve, pues solo vislumbra a alguien herido de muerte. Intento rebuscar en las profundidades de mi ser para regalarle a esa joven mujer un poco del brillo de mis ojos, pero es un esfuerzo tan grande que, cuando intento esbozarle una sonrisa, ella ya va escaleras abajo en busca de algo que yo no puedo darle: vida. 

Extracto de la novela, Los últimos pasos de John Keats, de Ángel Silvelo Gabriel.

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